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Actualizado: 19 de junio de 2025
Un menestral, un criado, un inferior, por cualquier concepto, no llamaba sino con una campanada; las visitas llamaban con dos; y la media docena o poco más de personas que el linajudo señor de Quiñones consideraba sus iguales en Lancia, lo hacían con tres, por acuerdo tácito o expreso, que eso nunca se averiguó.
De pronto se abren con estrépito las puertas del salón y penetran en él cuatro muchachas en un estado de agitación que impresionó vivamente a los circunstantes. Sin hacer caso de los otros se dirigen todas al mayordomo de Quiñones: ¡Manín, un oso! ¡Manín, un oso! ¿Dónde? pregunta aquél sin inmutarse. En el bosque. ¿Quién lo ha traído?
Se encerraron en el gabinete, donde ya tenían preparadas las ropas necesarias, y sin un grito, sin un movimiento descompasado, sin la más leve queja, salió aquella valiente mujer de su cuidado. El conde lloró de gozo y admiración al saber este feliz desenlace. Luego, cuando recibió por Jacoba la orden de llevar la niña al portal de Quiñones, volvió a sentirse acongojado.
Era Quiñones, como ya sabemos, hombre fogoso, terco, de voluntad indomable. Los obstáculos le irritaban, llegaban a enloquecerle. Quiso vencer el corazón de su esposa y no perdonó medio para ello: la colmó de atenciones, mimó sus gustos más insignificantes, viviendo por varios meses en perpetua congoja, en una verdadera fiebre de esperanzas, tan pronto vivas como muertas.
Joco-serias, burlas veras ó reprehensión moral y festiva de los desórdenes públicos, en doce entremeses representados y veinticuatro cantados. Van insertas seis loas y seis jácaras, que los autores de comedias han representado y cantado en los teatros de ésta corte, por Luis Quiñones de Benavente: Madrid, 1645.
Se fue a Amalia y le rogó que le diese su abrigo por dos o tres días, a fin de que una de las modistas del pueblo le hiciese otros cuatro iguales. Exigiole, por supuesto, absoluto secreto, y la señora de Quiñones supo guardarlo.
Pero Morsamor aún fue más aplaudido, porque, en cerrado coso, a caballo, y armado también de frágil bastón en cuya extremidad había acicalado hierro, lidió y mató bravos toros entre las entusiastas aclamaciones de caballeros y de damas. Sin duda entonces hubo de prendarse de Morsamor doña Sol de Quiñones. Lo cierto es que él se prendó de ella, hizo gala de que la servía y vistió sus colores.
Y el cuento que quiero decir es éste: «Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en ella, de donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el herrero...» ¿No es verdad todo esto, señor nuestro amo?
Y entonces Moro se apresuraba a dar los tres o cuatro tacazos definitivos, y entre uno y otro se hacía poner el abrigo por el mozo para no perder tiempo, y pagando o cobrando con mano nerviosa el saldo de su cuenta, corría desalado con la lengua fuera hasta casa del deán. El tresillo de éste duraba hasta las ocho. A casa a cenar. A las nueve, escapado a la de D. Pedro Quiñones, a empalmarlo.
Por eso se le veía cumpliendo estrictamente los deberes del perfecto galán, paseando un par de horas por la mañana en la calle de Altavilla, donde vivía su novia, acompañándola los domingos en el paseo, sentándose a su lado en la tertulia de las señoritas de Meré o en la de Quiñones, y bailando con ella todos los rigodones en los saraos del Casino.
Palabra del Dia
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