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Actualizado: 19 de junio de 2025
Si hubiese robado a doña Sol de Quiñones, y a despecho de la Reina y de todo el mundo, la tuviese a bordo, el caso, aunque pecaminoso, sería digno de él; pero llevar a donna Olimpia, que lo mismo se hubiera ido acaso con otro cualquiera, era triunfo tan miserable, que, en vez de lisonjear su amor propio, le lastimaba y abatía.
Las comedias de Eugenio Gerardo Lobo, de Tomás de Añorbe y Borregel, de José de Reinoso y Quiñones y otros, sólo recuerdan, en sus contornos más toscos, la forma externa de la escuela de Calderón; su espíritu ha desaparecido por completo, y su falta de fondo dramático se encubre tristemente apelando á portentos y á repetidos golpes teatrales.
A casa de D. Juan Estrada-Rosa iba a las tres, a la hora del café; con la condesa de Onís tomaba chocolate todas las tardes; por la noche era tertulio asiduo de la señora de Quiñones. Había otras familias que visitaba también con mucha frecuencia.
Con aquella pasión ardorosa, con aquel amor lleno de misterio y placer se había unido también la afición a la criatura. Pero los martirios que su cólera insensata le había hecho padecer abrió entre ellas un abismo. Josefina jamás amaría a su verdugo. La pobre niña, vestida con ricos trajes, vagaba sola por el palacio de Quiñones, sin hallar en nadie ternura. Amalia huía, de ella.
Antes de echarlos al correo los rompía. El gran fondo de dignidad que había en su carácter se sublevaba ante un proceder tan bajo; los rompía vertiendo lágrimas de despecho. Después de hacer trizas el último que escribió, tuvo ocasión de alegrarse, pues supo casualmente aquella noche que ninguna carta llegaba a poder de Quiñones sin pasar por las manos de su esposa.
Si te casas con Fernanda, tu hija pagará el agravio en la forma que ya sabes. ¡Oh! Yo lo impediré. Daré parte a la autoridad. Pediré el depósito de la niña. Eso es hablar por hablar, Luis replicó con calma y sonriendo Amalia. Las autoridades de Lancia son hechura de Quiñones. Nadie osará declarar una palabra contra mí. Se lo referiré todo a D. Pedro.
La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le hacía, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio.
Sacaron a relucir todos los testimonios de maldad que conocían de la esposa del maestrante y resolvieron dar parte de lo que ocurría al conde, aunque averiguándolo antes con más pormenores. Para ello, aquella misma tarde, se pusieron al habla con María la planchadora, que hacía algunos días había salido de casa de Quiñones. Al principio ésta, por temor a las consecuencias, se manifestó reservada.
Bordada sobre ella, del lado del corazón, había una gran cruz roja de la orden de Calatrava. El señor de Quiñones prescindía pocas veces de esta talma, que le daba aspecto un poco fantástico y teatral. Siempre había sido extravagante en el vestir. Su orgullo le impulsaba a buscar el modo de distinguirse del vulgo.
En esta vida todo es verdad y todo es mentira. Guárdate del agua mansa. No siempre lo peor es cierto. La exaltación de la Cruz, y Luis Pérez el Gallego, impresa en el año 1652 en la gran colección de Comedias escogidas, tomo I . El alcaide de sí mismo, impreso primero en 1653 en El mejor de los mejores libros que han salido de comedias nuevas: Madrid, María de Quiñones.
Palabra del Dia
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