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Aquellas luces blancas, intensas, hacían aún más negro y profundo el follaje, borraban los linderos del parque extendiéndolo desmesuradamente. La noche era despejada. En el oriente azuleaba ya la aurora. Hacía un frío intenso. Envueltos en sus gabanes de pieles, los jóvenes salvajes quemaban los últimos cartuchos de su ingenio en honor de las hermosas damas que tenían cerca.

Conseguí fácilmente que Alejandro me acompañara a mi cuarto: mi tío me había regalado varias cajas de solados de plomo, entre los cuales figuraba un regimiento de caballería en cuyo jefe yo creía entrever la figura invencible y milagrosa de don Buenaventura, el general y candidato de mi tía. Los detalles del boletín leído en lo de Bringas, me quemaban los sesos.

Porque los teólogos de todas las variedades, quemaban vivos respectivamente a los que pensaban de diferente modo que ellos, y Dios era en la edad media el rey de los teólogos, esperando a las almas del otro de la muerte para juzgar sus intenciones y pensamientos, y precipitarlos en el fuego eterno, si diferían del suyo, pues aunque Jesús mismo había dicho: "haz a los otros lo que quisiérais que te hicieran a ", esto no rezaba con él ni con su padre, ni con sus teólogos por aquello de "en casa del herrero, cuchillo de palo".

5 Y quitó a los camoreos, que habían puesto los reyes de Judá para que quemasen incienso en los altos en las ciudades de Judá, y en los alrededores de Jerusalén; y asimismo a los que quemaban incienso a Baal, al sol, y a la luna, y a los signos, y a todo el ejército del cielo.

Por debajo de estas formas transparentes y frágiles que quemaban cuanto tocaban, atreviéndose á capturar presas mucho más grandes que ellas, extendíase en jardines la llamada «flor de sangre», el coral rojo, y especialmente el astroides, formando con sus corolas una alfombra de color anaranjado.

¿Aquel que se atrevió á decirnos un día que el infierno era negro como vuestros ojos, y que vuestros ojos quemaban sin llama como el infierno? Pues si es ese santo varón, ya contra quién tenemos que conspirar. ¿Contra quién? Contra el conde de Olivares. ¡Ah! el pobre conde nos va á servir de mucho. Pienso valerme de él para otras muchas cosas. ¡Ah! ya no tenemos tiempo de prevenirnos.

En todas partes se oían los gritos de los vendedores: «¡Cuarenta nueces!» «¡Al buen tostado!» «¡A tomar la niii ... eve!» «¡De limón y de lecheEn los espacios libres de paseantes jugaban al toro los granujas. Los chicos quemaban petardos y cohetes chinos, y todo era bullicio y confusión. No lejos de una vieja de superabundante plasticidad freía sus buñuelos.

Eran aventureros que querían la guerra por la guerra; ilusos deseosos de fortuna; mozos del campo que, en su ignorancia pasiva, habían ido a las partidas como se hubieran quedado en casa a tener otros consejeros; almas sencillas que creían firmemente que en las ciudades quemaban y devoraban a los ministros de Dios, y se habían lanzado al monte para que la sociedad no cayese en la barbarie.

Los naranjos, más altos y espaciados allí que en Blidah, llegaban hasta el camino, solamente separado del huerto por un seto vivo y una zanja. El mar, el inmenso mar azul, extendía su vasta planicie inmediatamente después del huerto. ¡Qué buenas horas he pasado en ese jardín! Por cima de mi cabeza, los naranjos florecidos y con fruto quemaban los aromas de sus esencias.

En la época, en que se quemaban á millares hechiceros alemanes y era un delito dudar siquiera de los pactos con el diablo, se burlaban los españoles de estas cosas, mirándolas como delirios y engaños de la plebe. Véase el Coloquio de los perros y el Licenciado Vidriera, de Cervantes, y las comedias de Lope de Vega y de Agustín de Salazar, tituladas El caballero de Olmedo y La segunda Celestina.