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Actualizado: 21 de junio de 2025


Elena miraba fijamente á Ricardo, como si no lo hubiese visto bien hasta entonces, y él evitaba el encuentro con sus ojos. Entró Pirovani llevando un gran paquete y vistiendo otro traje nuevo, cuadriculado de diversos colores, como la piel de un reptil. Señora marquesa: un amigo mío de Buenos Aires me ha enviado estos caramelos. Permítame usted que se los regale.

Parecía más viejo y más desalentado, como si le royese lentamente una dolencia moral. Hágase lo que quieras. Mi único deseo es verte feliz. Al día siguiente visitó su esposa la casa de Pirovani, para conocerla por entero antes de proceder á su instalación en ella.

Le miró con lástima, manifestando á continuación, de un modo brusco, que se negaba á apadrinarle. Convencido Pirovani de que nada conseguiría, se despidió de él, dirigiéndose á la casa de Moreno. Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, don Carlos Rojas recibió una visita.

Otros dos invitados se encontraron frente á la casa: Robledo y Pirovani.

He comido algo con Moreno antes de salir de allá... Pero comeré otra vez... ¡Ay, la muerte! ¡Pobre Pirovani!... También beberé un poco. A pesar de que hablaba de su hambre, apenas tocó los distintos platos que le fué ofreciendo la criada de la casa. En cambio bebió mucho vino, pero de un modo maquinal, sin saber ciertamente lo que bebía.

No ... Si tuviese que recordar las historias de todos los hombres que he conocido, hace años que estaría loca. ¡No cabrían en mi cabeza!... Robledo, con una curiosidad severa, continuó sus preguntas. ¿Y la hija de Pirovani?... Volvió á llevarse ella las manos á las sienes, hundiendo los dedos en el pelo rubio, escandalosamente rubio, de sus falsos bucles.

Mientras Pirovani escribía las últimas palabras, su rostro empezó á dilatarse con una sonrisa bondadosa. Moreno, el argentino, no enviaba su pensamiento tan lejos. Escribía en la casita de madera donde estaba instalada su oficina, bajo la luz de un quinqué de petróleo; pero su imaginación, siguiendo la línea del ferrocarril, se detenía, á dos días de marcha, en un pueblo cercano á Buenos Aires.

Pirovani también estaba en su despacho, á la misma hora pluma en mano y con los ojos vagorosos, como si contemplase interiormente una visión ideal.

Cuando el pelotón de jinetes fué pasando ante la casa que había sido de Pirovani, Robledo miró sus ventanas con cierta inquietud. «¡Si iremos se dijo al encuentro de otra desgracia proporcionada por esa mujerEn aquel momento Watson abandonaba su caballo y seguido de Cachafaz empezó á arrastrarse entre ásperos matorrales.

Eran pobres lo mismo que al llegar; más aún, pues Robledo no iba á pagarles igualmente su viaje de regreso. ¿Adónde dirigirse, si su esposo había huído de París y allá le esperaba la Justicia? Pensó con miedo en la prolongación de su vida en la Presa. Había resultado tolerable hasta el presente por las larguezas de Pirovani y la rivalidad de éste con los otros.

Palabra del Dia

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