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Actualizado: 21 de mayo de 2025


Su padrino juzgó necesario llevárselo de allí, y le dijo imperiosamente que le siguiese. Al otro lado de las dunas aguardaba un carruaje, el mismo que había llevado á Elena la tarde de la fiesta. Cuando este vehículo los dejó frente á la antigua casa del muerto, los dos quedaron con los pies vacilantes. Torrebianca no podía invitar á Canterac á que entrase en un edificio que era de Pirovani.

Esto le hizo persistir mentalmente en su opinión: «¡Oh, las grandes señoras!... No hay mujeres como ellasEl aspecto de la casa de Pirovani cambió mucho al instalarse en ella los Torrebianca. Las ventanas lucían ahora, á través de sus vidrios, unas cortinas flamantes.

Comprendía el dolor de ella viendo el traje de luto que llevaba por la muerte de la madre de su esposo. Además, ¡el triste fin de Pirovani, la fuga de Canterac, tantos sucesos en tan poco tiempo!... Es muy triste, señora marquesa, lo que le ocurre, pero no por eso debe usted llorar. Y se atrevió á tomarle las manos, oprimiéndoselas dulcemente antes de apartarlas de sus ojos, húmedos de llanto.

Canterac reía de él por lo bajo, afirmando que había frotado largamente sus sortijas, su cadena de reloj y hasta los gemelos de sus puños, antes de salir del bengalow, para deslumbrarlos á todos con su brillo. Una noche se presentó Pirovani vistiendo un traje de colores detonantes que acababa de recibir de Bahía Blanca, y con un manojo de rosas enormes.

La mestiza era demasiado bien criada para abrir una puerta sin permiso; pero antes de solicitarlo, creía oportuno siempre mirar un poco por el ojo de la cerradura. Cuando asomó al fin la cabeza entre las dos hojas de madera, dijo bajando sus ojos maliciosos: Mi antiguo patrón don Pirovani quiere ver á la señora. Parece que trae prisa.

Toda la noche habló preferentemente con el francés, mientras Pirovani permanecía en un rincón, no ocultando su cólera, y mostrándose al mismo tiempo anonadado por la elegancia de Canterac. Transcurrieron cuatro noches sin que el contratista se presentase en la casa. Después de la primera, Moreno se sintió interesado por tal ausencia, y fué al domicilio de Pirovani para hacer averiguaciones.

Adoptó el oficinista una expresión suplicante para seguir hablando. ¿Qué podía importarles á los dos lo que murmurase la gente?... Además, en Europa no los conocía nadie. Vivirían en París, la ciudad maravillosa tantas veces admirada por él en las novelas y que nunca habría visto de no ocurrir la muerte de Pirovani.

Oye, roto; vas á ir á todo galope á la estación. El tren para Buenos Aires pasará antes de dos horas, y es preciso que no lo pierdas. El Fraile, siempre impasible y sonriente, no pudo reprimir un gesto de asombro al enterarse de que lo enviaban á Buenos Aires. Cuando llegues allá continuó Pirovani , entregarás esta lista á don Fernando, mi representante. lo conoces.

Al mismo tiempo, una mueca violenta que reflejaba su enorme esfuerzo mental hizo bailotear un poco las dos filas de sus dientes, igualmente escandalosos por su blancura. ¿Pirovani?... ¡Ah, ! Aquel italiano que vivía en Río Negro y al que robó Moreno... No ; creo que nunca volvimos á hablar de su hija.

Moreno se cuidó de abrochar los botones de la levita de Pirovani que estaban sueltos. Luego le subió el cuello, para que no se viese el blanco de su camisa. Torrebianca examinó por su parte á Canterac. Estaba correctamente abrochado como un militar, pero su padrino le subió también el cuello de la levita.

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