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Actualizado: 15 de junio de 2025
Por aquí colgaba á guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; por allí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras.
Era un viejo alto y descarnado, hasta el punto de traslucirse todos sus huesos; traía una vieja sotana ceñida a la cintura por un orillo de que pendía un rosario, y escapábanse de su gran becoquín largos mechones blancos.
En la pared frontera estaba pegada a la pared una imagen de Nuestra Señora, destas de mala estampa, y más abajo pendía una esportilla de palma, y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do coligió Rincón que la esportilla servía de cepo para la limosna, y la almofía de tener agua bendita; y así era la verdad.
Kernok subió con agilidad por la banda del brick y saltó sobre el puente. El contramaestre quedó impresionado de su palidez y de la alteración de sus facciones. Su cabeza desnuda, las ropas en desorden, la vaina sin puñal que pendía a su cintura, todo anunciaba un acontecimiento extraordinario.
Habían llegado al portal del caserón de los Ozores, y se detuvieron. El farol dorado que pendía del techo alumbraba apenas el ancho zaguán. Estaban casi a obscuras. Hacía algunos minutos que callaban. ¿Y Petra? ¿Y Paco? preguntó la Regenta alarmada. Ahí vienen, ahora dan vuelta a la esquina. Anita sentía seca la boca; para hablar necesitaba humedecer con la lengua los labios.
Ramiro notó que algunas miradas descendían gravedosas, mientras otras escudriñaban, uno a uno, los semblantes. Entretanto, don Enrique Dávila respondía a la frase del Canónigo con injuriante risa haciendo saltar entre sus dedos el joyel que pendía de su cadena. Don Enrique: «Las barajas excusallas» dijo entonces el Lectoral.
Un lazo de color de rosa pendía sobre su pecho a guisa de corbata, un ramito de hierbas asomaba a una de sus orejas, y el sombrero de cinta bordada a flores echado sobre el cogote dejaba en libertad una onda de rizos cayendo sobre el rostro moreno, enjuto, malicioso, animado por la luz de unos ojos africanos, de intensa negrura.
Podía decirse que su existencia pendía de un hilo, que podía romperse de un momento a otro. El temporal se desencadenaba entonces con furor increíble. A la primera noche de tinieblas había sucedido otra de fuego. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, iluminando las masas de nubes que se amontonaban confusamente y corrían hacia el estrecho de Torres.
El musgo de las laderas ahumaba bajo los tibios rayos del rebozado sol: de cada hilo de hierba pendía una gota de agua. Nuestros cazadores caminaban lentamente. El aliento que salía de sus bocas se cuajaba en la atmósfera.
En realidad, Antonio González, que era andaluz de nacimiento, aunque lo apodaban todos el Gallego, no podía mirar sin cierta aprensión hereditaria el enorme reptil que, semejante á una maroma de barco, pendía formando curvas de los cuchillos de la techumbre.
Palabra del Dia
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