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Actualizado: 9 de noviembre de 2025


Aflojó en el ataque, haciéndolo cada vez más débil y desordenado. Advertido el contrario, comenzó a tirarle frecuentes estocadas: apenas tenía fuerzas para pararlas. Al cabo, el robusto periodista le separó el sable con el suyo a viva fuerza, y le hundió la punta en el pecho. Miguel cayó soltando un chorro abundante de sangre. Todos se apresuraron a socorrerle.

El joven bajó la vista ante la mirada penetrante del médico, y profirió con palabra rápida, donde bajo aparente frialdad se traslucía la emoción: Vengo a saber la verdad definitiva sobre mi estado. Estoy enfermo del pecho.

Y para desviar la conversación, se miró de los pies al pecho con gesto de orgullo. ¿Eh?... ¿qué me dice del trajecito? Tengo otro a más de éste... ¡Cualquiera adivina que es obra de doña Margarita, mi patrona! Pero Ojeda no se dejó desorientar por tales palabras, y siguió riendo con los ojos puestos en la contusión que desfiguraba a su amigo.

Tenía el sombrero echado hacia atrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba como después de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días y no hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora. ¡En nombre del Cielo, doctor! le gritó el señor Hellinger precipitándose a su encuentro. ¡Nos embistes como un toro!

De pronto, su errante mirada cayó sobre la pálida fisonomía de Carlos Tomás, y con un destello de infantil inteligencia y una débil risa de falsete, echose hacia adelante, agarrose a la mesa, hizo caer los vasos, y, finalmente, se dejó caer sobre el pecho del joven. ¡Carlos! ¡Caramba de truhán! ¿qué tal?

Además, el collar de perlas estaba sobre su pecho, las esmeraldas en las orejas y todos sus brillantes en los dedos». Una sonrisa triste crispó sus labios al intentar mirarse en los cristales de la ventana, negros aún por la lobreguez de la noche, y que le servían de espejo. Muero como un militar: dentro de mi uniforme dijo á su abogado.

Está usted triste, Lucia dijo Artegui a la niña afectuosamente. Un poco, Don Ignacio y Lucía arrancó del pecho doliente suspiro . Y usted tiene la culpa añadió en blando son de amenaza. ¿Yo? Usted, . ¿Por qué dice usted esas tonterías que no pueden ser? ¿Que no pueden ser? , señor. ¿Cómo es posible que no sea usted cristiano? Vamos, que no dice usted lo que siente.

No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de donde sentado se había, y, puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía hablar cristiano.

Oyó el indio con disgusto estas palabras, y flechando su arco, le asestó al pecho con una saeta. Entonces el generoso Padre, desabrochando la sotana y jubón, le dijo: Apunta aquí para que no yerres el golpe, y quítame esta vida que tanto deseo sacrificar á Dios por amor tuyo.

En resolución, yo me pregunto a veces: este propósito mío ¿tendrá por fundamento, en parte al menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondo de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre, víctima de sus liviandades? Lo examino detenidamente y no hallo un átomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario: la gratitud le llena todo.

Palabra del Dia

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