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¡Oh cruel e inconsiderada mujer -decía-, con qué facilidad te moviste a poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a la sepultura!

Parecía que una mano cruel le estrujaba el corazón dentro del pecho. Sus amigos, comprendiendo que deseaba quedarse solo, siguieron a Sarrió. Pablito le esperaba a la puerta de la quinta, y le abrazó con efusión y entusiasmo. ¿Le has matado? preguntóle por lo, bajo. No ... Creo que respondió el joven más bajo aún. ¿Y tu padre?

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

El viento del extranjerismo soplaba también sobre aquella mesa abundante, sana, patriarcal, que hemos conocido al comenzar la presente historia. Ventura se presentó en el salón con traje azul marino de seda, descotado por el pecho, los brazos al aire. Había aprendido, no sabemos dónde, que en las comidas de ceremonia las señoras van descotadas. Doña Paula no cumplía con este precepto.

En el crucero, arrodilladas entre el coro y el altar mayor, veíanse varias monjas de almidonadas y picudas tocas cuidando de algunos grupos de niñas vestidas de negro, con lazos rojos o azules, según el colegio a que pertenecían. Unos cuantos militares de la Academia, gruesos y calvos, oían la misa de pie, apoyando el ros sobre el pecho de su guerrera.

Unos llevaban pantalón blanco de dril, con casaquín de lana perla, cruzado el pecho de anchas correas blancas, con asta plateada. Otros iban de blanco y rojo, blanco el pantalón, la casaca roja.

Morsamor, ataviado con esmero y elegancia, parecía más joven y más gentil que nunca. De su cinto, bordado de oro, pendían la espada, la daga y la primorosa escarcela; coleto de finísimo ante, lleno de prolijas labores, cubría su pecho y sus espaldas. Las mangas acuchilladas, así como los gregüescos eran de blanco raso.

Estábamos, sin duda en la miseria; algunas veces pedía yo pan y no había pan para . Mi madre, Dios la tenga en el cielo, me abrazaba y se echaba a llorar: «Linilla, me decía Dios nos dará pan; vamos a pedírselo». Y me ponía de rodillas, y me hacía rezar, con las manos juntas sobre el pecho, como un angelito de esos que vimos el otro día en la capilla de San Antonio.

No se hartaba de mirarla, y una obstrucción singular se le fijó en el pecho, cortándole la respiración. ¿Y qué decir? Porque había que decir algo. El pobre joven se sentía delante de aquella hermosura más cortado que en la visita de más campanillas.

Hoy sólo me incumbe alabar a Dios por el desengaño, y agradecer a don Jaime que, apartando esas hierbas, haya inquietado a las víboras en su nido y haya hecho que yo las vea y las sienta y procure arrojarlas de mi pecho, aunque para ello sea menester hacerle pedazos.