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Actualizado: 7 de junio de 2025
El estado de su alma; su voluntarioso amor por Quevedo; la manera cómo pensando en seducirle, en deslumbrarle, se había ataviado, todo lo cual la hacía resplandeciente, y luego el carácter particular de aquella aventura, en que una mujer enamorada lo arrostraba todo, la deshonra, y acaso la muerte, por el amor de un hombre, daban á la condesa un poderío terrible, tratándose de un hombre tan sensual y tan espiritual á un tiempo como Quevedo, que se sentía halagado por completo en los sentidos, en el alma y en el orgullo por aquella mujer, toda hermosura, toda alma, toda voluptuosidad, toda deseo, para él y sólo por él.
Se atrevía a jurarlo. Era la de un hombre en lo más verde y lozano de la juventud: gallardo de cuerpo y hermoso de cara; poco bigote todavía, pero muy negro, como los ojos y como el pelo, suelto y abundante; muy bien ataviado, pero no compuesto. ¿Debía Luz borrar aquella figura del cuadro, solamente por no ser obra suya?
Por el camino que conducía derechamente á la antigua ciudad de Vinchester y á no muy grande distancia de ella iban dos jinetes, joven, apuesto y ricamente ataviado el uno, con las espuelas de oro del caballero, al paso que el otro, hercúleo mocetón, tenía más trazas de gañán que de soldado, á no revelar su profesión la formidable espada que al cinto llevaba.
Hasta en el último rincon del mundo y sobre las mas altas cimas se le encuentra, imperioso, exigente, intratable, cuando no necesita de los demas, lacónico, frio, cargado de bastones, paraguas y mil enseres, impasible cuando los demas se conmueven, afeitado y perfumado en regla aun en el fondo de los precipicios y las neveras, y ataviado con su singular vestido de un solo color y un solo corte, que á fuerza de ser uniforme toca en la extravagancia.
Junto al hogar estaban el señor D'Orsel y un hombre joven aún, alto, bien parecido, ataviado irreprochablemente. Advertí las actitudes un poco lentas con que acompañaba sus palabras y la manera seria y graciosa con que de cuando en cuando volvía el rostro hacia Magdalena.
Uno, acostumbrado a trabajar entre magnificencias en los palacios de París y de Bruselas, ataviado con el lujo de un gran señor; otro, hecho a vivir modestamente en aposentos secundarios del Alcázar viejo, con pisos de ladrillo polvoriento y puertas de cuarterones, como la habitación de Las Meninas: el español obsequioso, el extranjero agradecido; éste por su posición y aquél por su índole, ambos por su genio, libres de celos y de envidias; uno harto de saber, otro ansioso de saber más; el flamenco conocedor de extrañas tierras, el andaluz apenas salido de la suya: cultura diferente, temperamentos contrarios, inteligencias organizadas para percibir la belleza por vario modo, reflejándola con diverso estilo, y todo ello fundido y sublimado por el amor al arte y el culto de la Naturaleza: ¡qué enseñanza para el mozo en lo que oyese al viejo, y éste qué impresión experimentaría ante las obras de un principiante de tan soberanas facultades!
Morsamor, ataviado con esmero y elegancia, parecía más joven y más gentil que nunca. De su cinto, bordado de oro, pendían la espada, la daga y la primorosa escarcela; coleto de finísimo ante, lleno de prolijas labores, cubría su pecho y sus espaldas. Las mangas acuchilladas, así como los gregüescos eran de blanco raso.
Preocupábame mucho de la impresión que iba a producirle, pues tenía perfecta conciencia de que el vestido negro y el original sombrero con que me había ataviado Susana, eran muy ridículos. Este desgraciado sombrero me causaba verdaderas torturas, es decir, torturas morales.
Así ataviado se puso en marcha y bajó á Fresnedo. Llamó en una de las primeras casas; preguntó por uno de sus amigos; le dijo algunas palabras al oído. El semblante del mozo se contrajo. Nolo le hizo una pregunta en voz baja. Respondió el mozo con un signo de afirmación. Nolo se despidió. En esta forma recorrió las casas de los más bravos guerreros de Fresnedo.
La mampara volvió a abrirse, y apareció primero una chistera descomunal, luego una cara de muñeco llorón y por último un cuerpecito ataviado de larga levita, y botas altas, que todo él hubiera cabido, como en una funda, dentro del sombrero de copa; era el lacayo de Jacinto, que traía el faetón.
Palabra del Dia
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