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Actualizado: 9 de octubre de 2025


Hallé al pobre señor incorporado en la cama, de color de lirio, con la mirada de angustia, la boca entreabierta, la respiración anhelosa y difícil, y un estertor en el pecho que parecía el de la muerte.

Llevose las manos al pecho. ¡En qué peligro estáis, hijo mío! Agora hecho de ver, y en quien menos lo deseara, el daño que pueden hacer en las almas de corta experiencia y estudio, los escritos milagreros, quitándoles toda humildad e despertando en ellas las aprehensiones sobrenaturales, con gran regocijo del Demonio.

Una mañana, avanzando lentamente entre la muchedumbre, notó que le seguía una mujer. Tal insistencia no podía enorgullecerle. Era una hembra cuarentona, de pecho prominente y sueltas ancas, una cocinera con la cesta en el brazo, igual á muchas otras que pasaban por la Rambla de las Flores para unir un ramo á la diaria compra de víveres.

Parodiando en mi pensamiento una sentencia evangélica, me decía yo que para cebar a los cerdos bastan afrecho y bellotas, y que es lástima arrojar perlas en la pocilga. Con todo, otro sentir menos soberbio y de purificante delicadeza agitó por entonces mi pecho.

Mientras me hallaba así, todo perplejo, pensando, entre otras cosas, que acaso esa letra habría sido uno de los adornos de que hacían uso los blancos para atraerse la atención de los indios, me la puse casualmente sobre el pecho.

Sentíase él tan propenso a la emoción, que cuando los labios de la santa tocaron su frente, le entró una leve congoja y a punto estuvo de darlo a conocer. Estrechó suavemente a la santa contra su pecho, diciéndole: «Es que lo uno no quita lo otro, y aunque yo sea incrédulo, quiero tener contenta a mi rata eclesiástica, por lo que pudiera tronar.

Ahora estaba con el peludo pecho al aire, despeinado, sucio de polvo, y unos redondeles elásticos sujetaban las mangas de su camisa para dejar más libres sus manos. Su camarero ofrecía mejor aspecto; pero él guardaba ahorrados algunos miles de pesos en el Banco Español de Bahía Blanca, y además era dueño de mil hectáreas de tierra cerca del pueblo.

Esta reserva impresionó a la joven. Hallábase ella precisamente en uno de esos momentos de expansión, en que la alegría espiritual rebosa del pecho. Pensaba hacer partícipe de ella a su virtuoso confesor. Mas hete aquí que a éste le da por callar y abreviar la confesión todo lo posible. La joven se levantó al fin triste y sin poder reprimir un movimiento de despecho.

Valientes Numantinos, haced cuenta Que yo soy algun perfido Romano, Y vengad en mi pecho vuestra afrenta, Ensangrentando en él la espada y mano. Arroja la una espada de la mano.

Gil estaba fuertemente conmovido; el corazón le saltaba dentro del pecho. Sentía impulsos de romper en sollozos: procuraba, no obstante, con esfuerzo reprimirse, y esto le causaba malestar. Aquellas muestras de veneración, aunque representaban una ceremonia usual, le avergonzaban.

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