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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Aprovechó Isidro esta comida extraordinaria para ir mostrando a Ojeda las gentes mencionadas por él en conversaciones anteriores. Por encima de las banderas, las cabezas inclinadas ante los platos y las guirnaldas de verdura, pasaba revista a todos los que titulaba pomposamente «mis amigos». Hoy no falta nadie; sala llena.
Y sin embargo, por una contradicción de su carácter, sentía a la vez gran miedo pensando en lo que podría decir cuando llegase a Buenos Aires. Aún estaban a tiempo. Ella imploraba la conformidad de Fernando poniendo unos ojos suplicantes. Pero Ojeda acogió tales proposiciones con una sonrisa de conmiseración. Era una loca: inútil todo esfuerzo para disuadirla.
Un poco más lejos la suegra, venerable matrona vestida de negro, de aire aseñorado y resuelto, que cuidaba de las niñas más pequeñas. Luego los hijos varones, que eran muchos, y a Ojeda le producían el efecto visual de una tubería de órgano cuando por casualidad se colocaban en fila, de mayor a menor.
Ojeda contemplaba al «doktor» con cierto asombro. Iba a América contratado por un gobierno para dar lecciones de química en la Universidad del país.
Era el talento administrativo de la familia, y Fernando se burlaba de su honrada simplicidad, sin dejar por eso de admirarle. Dominábalo su mujer con el prestigio del nacimiento: estaba orgulloso de ser el yerno póstumo del «ilustre señor Ojeda», y recordaba sus glorias con más frecuencia que los hijos. La familia de la suegra proporcionaba igualmente grandes satisfacciones a su vanidad.
El despecho la hizo olvidarse de quién había sido el primero en desear la aproximación. Ella sólo podía imaginarse a los hombres marchando suplicantes tras de sus pasos y diciendo la palabra inicial. Se apartó de Ojeda con gesto pensativo, buscando un insulto que conocía de muchos años antes, tal vez desde que aprendió a hablar, pero del cual no podía acordarse.
Algunos roncaban tirados en las banquetas; otros se alejaban titubeando, para volver poco después pálidos, con la pechera de la camisa manchada. De pronto se apagaron las luces y salimos empujándonos, entre un griterío de protesta. Se habló un poco de matar al mayordomo, pero había desaparecido. ¿Y se fueron ustedes a dormir? preguntó Ojeda.
Pero Nélida se lo arrebató, paseando sus labios frescos por la temblona cabecita del simio. Los esposos Kasper se conmovieron al saber que los dos animales eran regalo del doctor Ojeda. Miraron en torno para darle las gracias por sus atenciones con la niña, pero hacía rato que se había retirado a su camarote, deseando librarse cuanto antes de la sociedad de Nélida.
Todos sentían un deseo de exteriorizar el regocijo de la calma. Ojeda tomó su café solo. Isidro, que acababa de sentarse junto a él, huyó al ver asomar una cabeza sonriente en la ventana inmediata. ¡Lo mismo que él! La vida en este buque era semejante a las vueltas de una rueda.
Ojeda y Maltrana, que estaban en el combés, cerca de los grotescos personajes, avanzaban la cabeza como si pretendiesen entender algo de este relato. ¿Qué dice, Fernando?... Las palabras tienen cierto runrún, como si fuesen versos. Son aleluyas. No entiendo bien, pero me parecen bobadas para hacer reír a esta buena gente.
Palabra del Dia
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