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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Y cuando las ventanas de un lado quedaban libres de este testigo azul, las del lado opuesto estaban invariablemente ocupadas por él. Ojeda vio correr ante su mesa, con angustiosa premura, a una señora pálida que se llevaba un pañuelo a la boca. Luego pasó tras ella, apoyada en el brazo de un doméstico, una dama sexagenaria que hablaba en portugués con voz doliente.
Pasamos la vida juntos; estamos en la soledad del mar, confiados a la voluntad del Señor... ¿Conque usted también va a Buenos Aires, don Fernando?... ¡Vaya, vaya! Allá vamos todos, y quiera el Altísimo que los negocios le resulten bien, conforme a sus deseos». Hablaba el buen clérigo sin interrupción, y Ojeda iba entresacando fragmentos de su historia de estos períodos de charla confidencial.
El pobre mozo del bar, amigo Ojeda, ese rubio con bigotes a lo kaiser, se movía incesantemente de una mesa a otra, descorchando botellas de champán, llenando copas, recogiendo del suelo vidrios rotos. Al principio estaban por grupos: a un lado los sudamericanos, al otro los yanquis y los ingleses, más allá los alemanes, pretendiendo cada uno sobrepujar al vecino en generosidad.
Estaba vestida con gran elegancia y sobre la carne pálida de su escote centelleaban varios brillantes. Parece preocupada había dicho Isidro al principio de la comida . Está sin duda de mal humor. No le mira a usted, Ojeda, como otras veces. ¿Es que ya no son amigos?... Transcurrió la comida sin que Fernando consiguiese encontrar sus ojos con los de la norteamericana.
Anoche me explicaron lo que dice el serviola al oficial del puente. «Sin novedad; todas las luces van encendidas.» Las luces son las de posición del buque. Y si calla, porque se duerme, va a terminar el sueño amarrado a la barra. Todo eso lo sé; yo he navegado algo... dijo Ojeda . Pero más que el buque me interesa los que van en él. Usted, en su calidad de duende, debe conocerlos a todos.
Luego desapareció, siguiendo a los Lowe y a Munster, que la invitaban a continuar el bridge. A la caída de la tarde se encontraron Ojeda y Mina en la última toldilla, sobre la cubierta de los botes. Ella quería ver a su lado la puesta del sol. Desde la línea equinoccial a las costas del Brasil, eran los atardeceres más hermosos de todo el viaje.
Las conversaciones con este señor, que comía muchas veces en casa de su sobrino, escuchado y admirado por toda la familia cual un héroe triunfante, fueron para Ojeda como otros tantos latigazos aplicados a su voluntad dormida.
Y al sentir en su cuerpo el avance atrevido de unas manos huroneantes, bastábale un empujón para librarse del encierro en que la tenían los brazos de Ojeda. Se extendió por la cubierta un ruido de pasos y de voces. Acababa de terminar el baile y la gente subía al paseo, ansiosa de frescura. ¿Cuánto tiempo llevaban allí los dos?... Mina quiso marcharse.
Me escriben que hay señora que da cien pesos de limosna por una misa. ¡Y en España que no pasa nadie de tres pesetas!... Complacíase Ojeda con esta franqueza de don José al comparar las ganancias del sacerdocio en los dos hemisferios. Había hecho bien en embarcarse: seguramente le esperaba allá la fortuna. No es tan fácil, don Fernando; hay mucha concurrencia.
Y el resultado de sus reflexiones fue anunciar que sólo le quedaban al mundo ciento cincuenta años de vida, pues había de perecer seguramente en 1656. Se nota en él dijo Ojeda algo de la exaltación feroz a los antiguos hebreos, que siempre que constituían nacionalidad, perseguían y degollaban por querellas religiosas.
Palabra del Dia
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