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Actualizado: 26 de mayo de 2025


Había sentido, al verle, la nostalgia del pasado, la melancolía de las antiguas ilusiones. Paladeó Ojeda la amargura de los poderosos en desgracia, que miden con orgullo toda la grandeza de su caída. Días antes podía considerar como suyas tres mujeres en aquel mundo flotante. Se habían sucedido junto a él proporcionándole la dulce ilusión más o menos verídica que acompaña el amor.

Algunas tardes, en el desorden del lecho, el tañido de «la campana de don Miguel» sorprendía a Ojeda hablando seriamente de un gran negocio, de una combinación con amigos del club, indiferente y frío ante la carne adorada que no podía contemplar en otros tiempos sin cubrirla de fogosas caricias.

Ella siguió hablando de su carácter; un carácter práctico, incompatible con la ilusión poetical. Atacaba ferozmente el odiado fantasma de la poesía, como si viese en él un motivo de errores y desgracias. Luego habló de su marido con un entusiasmo tenaz, molesto para Ojeda. Era más alto que él y de una distinción que conquistaba el respeto de todos.

Tal vez estaba ya en París, y en medio de los ruidos del bulevar, en un teatro o en una fiesta, su imaginación se apartaba de lo inmediato para seguir con angustia la marcha de un buque que sólo conocía de nombre. ¡Ay, si ella supiese! ¡Si ella pudiese ver!... Se analizaba Ojeda con una minuciosidad cruel. No era digno de la dicha que había acompañado los mejores años de su existencia.

Pasado el primer acceso de hilaridad, admirábase Ojeda de la convicción con que hablaba su amigo del futuro negocio. Sentía, indudablemente, la influencia misteriosa que había observado él en anteriores viajes. Un ensanchamiento de la ilusión, hasta los confines más absurdos de lo irreal, dominaba a los viajeros.

No es ningún secreto. «Isidro Maltrana: un canallita simpático, un sinvergüenza que conoce la manera de vivir...» Ojeda intentó protestar. No mueva la cabeza, Fernando; no diga que no, por amabilidad: déjeme la gloria de mi mala fama, que es muy justa y me enorgullece.

Sintió cómo el brazo de Ojeda se estremecía bajo su mano; cómo su cuerpo, pegado a ella en el ritmo de la marcha, parecía repelerla con sobresalto. No vayas a empezar como siempre, Fernando. Mira que no lo sufro... señor, te mantendré; será mi mayor gloria.

Corrieron los paseantes con el alborozo que despierta todo suceso extraordinario en la vida tranquila de a bordo. Era la señal para el baile. Mrs. Power y Ojeda fueron también hacia el fumadero, en cuyos alrededores se aglomeraba la gente.

Ustedes tendrán que hablar dijo mirando a su reloj . Va a ser mediodía. ¡La hora del almuerzo! Me hace falta un poco de paseo para despertar el apetito. Y se alejó, seguido por la risa de Maltrana, que lamentaba irónicamente la inapetencia del cura. Ojeda quiso saber qué había hablado su amigo con Martorell y el padre de Nélida.

Mina, con su dulzura sentimental, parecía hermosear la existencia monótona de a bordo. Era un socorro para terminar sin remordimientos la travesía. Pero Maud, como si adivinase sus pensamientos y temiese una concurrencia, había atacado desde el primer momento a la alemana. Felicitaba a Ojeda con una ironía cruel por su magnífica conquista. ¡Qué suerte!

Palabra del Dia

hociquea

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