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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Nuncita sonrió con enternecimiento al recuerdo de aquellos tiempos, y repuso bajando los ojos con graciosa timidez: D. Máximo venía a casa todos los días, pero nunca me requirió de amores. ¡Qué amores ni qué calabazas! exclamó Paco. Di tú que quien te gustaba de verdad era el teniente, y concluirás más pronto.
Las enaguas de Nuncita se encuentran ya en la más alta cúspide adonde pueden llegar. Las jóvenes se vuelven de espaldas; algunas corren riendo a ocultarse entre los árboles. Sólo cuando hubieron consumado su obra de desvergüenza se consiguió que los oficiales aplacasen y permitiesen a Nuncita tomar tierra.
Por espacio de un mes lo menos, y hasta que le vieron bien encarrilado, ni una silla le dejaron libre más que la que estaba próxima a la más joven de las chicas de D. Cristóbal. En el juego de la lotería, al cual se entregaba con pasión desordenada aquella sociedad, Nuncita se encargaba, sin que nadie se lo pidiese, de buscarles cartones que fuesen combinados.
Todas manifiestan la misma vergüenza, idéntico rubor colorea sus mejillas. A una se le ocurre malignamente proponer que lo estrene Nuncita. Las demás aplauden la idea. Nuncita resiste aterrada. Carmelita ni concede el permiso ni lo niega. Las instancias se repiten sin cesar. Los mancebos encuentran la idea cada vez más original.
Su hermana, en vez de enojarse con los culpables, la emprende con ella llena de furor, vibrando rayos por los ojos. ¡Bájate, picarona! ¡Escandalosa! ¿Es ésa la educación que has aprendido de tus padres? ¿Es eso lo que te aconseja el confesor? Nuncita, aterrada, empieza a hacer pucheros y suelta la llave de las lágrimas.
Pocas veces tenía necesidad de reprenderla, pero cuando lo hacía, Nuncita bajaba la cabeza y al poco rato se la veía llevarse el pañuelo a los ojos y salir de la sala, mientras Carmelita seguía sus movimientos con mirada fija, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza severamente. Poco faltaba para que la castigase dejándola sin postre o mandándola a la cama.
No, corazón, no se apresuró a rectificar Nuncita, que era de la guardia real. ¿No era arcabucero? No, mi alma; de la guardia real te digo. D. Cristóbal disimulaba la risa con un flujo de tos. Manuel Antonio y los pollastres reían descaradamente. Paniagua era hombre muy notable prosiguió Paco. Poseía esa decisión que tan bien sienta a los militares.
Se lo regaló a Carmela, cuando vivía papá, un pintor de Madrid que pasó aquí unos días dijo Nuncita. ¿Eras tú joven? preguntó gravemente Paco dirigiéndose a Carmelita. Sí, muy jovencita. ¿El pintor tenía fama? Mucha. Entonces ya sé quién era, Murillo. No; me parece que no se llamaba así. Entonces sería Velázquez. Ese nombre ya me suena más.
No todas las noches de invierno iban damas a la tertulia. Generalmente asistían los sábados y los miércoles. Pero había un grupo de muchachos que casi nunca dejaban de hacerles un rato de compañía a primera hora, aunque después se marchasen a otras casas. Uno de ellos era Paco Gómez. En estas noches de soledad se formaba generalmente un partido de brisca. Paco iba de compañero con Nuncita y el capitán Núñez, o Jaime Moro, o cualquier otro muchacho con Carmelita. Paco una noche se dolió de que las señas que se hacían durante el juego fuesen tan vulgares y conocidas: era imposible hacerlas pasar inadvertidas para los contrarios. Entonces, de acuerdo con el otro, propuso cambiarlas.
¡Alto, alto! exclama Carmelita. ¡Paren ustedes! Nadie hace caso. Las ropas de la Niña van subiendo, subiendo: no se sabe dónde se van a detener. ¡Alto, alto! ¡Por Dios, señor alférez! ¡Anda con ella! rugen los militares. Y el columpio sigue cada vez más vivo. Nuncita está tan asustada que no tiene tiempo a pensar en el pudor.
Palabra del Dia
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