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Actualizado: 10 de mayo de 2025


En esto llegaban a la estación, al mismo tiempo que el tren, y como nadie más que ellos ocupasen el coche que los conducía a París, convinieron en los términos de la carta que al día siguiente mismo se proponía la señora de Aymaret escribir a miss Nicholson, anunciándole la próxima salida de Pierrepont para América.

¿Y el marqués de Pierrepont está siempre en Malta? preguntó miss Nicholson. No, ahora creo que está, en Gythere. ¿En Gythere? , al menos yo lo he visto anoche en el teatro con una ella que tenía el tipo de aquel país. Pero, ¿es un calavera? interrogó otra vez miss Nicholson poniéndose colorada. No... está de mal humor... ¡aburrido! respondió Mariana.

Es hermosa, tía... Solamente que anda como un hombre... y después, ¿no le parece a usted que tanto ella como su papá, tienen así como un vago olor a petróleo? ¡Qué tontería! En fin, tomemos nota de ella, de esta encantadora miss Nicholson... ¿Y la deliciosa rubia, la señorita Lahaye? Muy bien también, tía... pero su padre vende vino... ¡eso es grave!...

Miss Nicholson preparábase por estos tiempos a abandonar la Francia después de dos años de residencia en ella, y ya sabemos las mil ocupaciones que una señorita tiene antes de dejar una ciudad como París, razón por la cual no podía asistir diariamente a casa del artista; pasáronse, pues, tres o cuatro semanas antes que el retrato hubiese recibido con la última pincelada la firma del maestro, sin que, por otra parte, pareciese mostrar deseo de verlo terminado la bella interesada, quien manifestaba en las largas y fatigosas sesiones una paciencia verdaderamente angelical, sobre todo si el marqués de Pierrepont se encontraba presente.

Poco a poco fue el marqués volviendo a sus antiguas costumbres, frecuentando el taller de Jacques, donde encontraba casi siempre a Beatriz, sobre todo durante las sesiones para el retrato de miss Nicholson, con cuya amable persona había intimado mucho la mujer del pintor.

Pero hay todavía para diez sesiones... Tengo otra pelota en el tejado... pero ésta es la mar... figúrate que la primera vez que vino a verme descubrió el bueno de papá Nicholson, curioseando en mis cartones, el bosquejo de cuatro grandes recuadros representando las cuatro estaciones... se ha enamorado de aquéllos y quiere que se los pinte para su comedor de Chicago... Ya ves que nada se rehusan, en Chicago... Cuatro pedazos de pinturas de tres metros por dos... ¡como quien no dice nada!... «Pero, señor le dije , para dar a usted gusto tendría que consagrar exclusivamente a esa obra un año de vida... por lo menos... y francamente, mis medios no me lo permiten...» ¡Motivo de más para estimular al buen señor, que me ha ofrecido una fortuna!... ¡Y como al fin tengo mujer e hija, es ésta una ocasión para asegurarles su porvenir... por cuyo motivo he aceptado!

Ahora bien, nada tengo, si se exceptúan cien mil francos que Nicholson me ha dado a cuenta por los recuadros, cantidad que, según convenio, tendría que devolverle si no termino mi trabajo... debe darme, además, el doble de aquella suma el día que entregue la obra concluída... No creo que podré acabarlos antes de cuatro meses... Te pido, pues, que si a me toca morir, me acuerdes ese plazo de que te he hablado... y no tengo necesidad de decirte que este convenio es recíproco.

Asomaba la primera semana del luctuoso mes cuando Beatriz advirtió con terror que los grandes recuadros destinados a América hallábanse a punto de ser terminados, y lo hubiesen estado con anterioridad si Jacques no hubiese más que nunca querido justificar en esta postrer obra suya la reputación del concienzudo y probo artista que la fama pública le había discernido, y no quedaban por hacer sino ligeros retoques, hasta el punto de que ya el apoderado de míster Nicholson en París viniera a entenderse con el pintor acerca del mejor modo y forma de mandar las telas a su destino.

Habiendo ido la americana a despedirse de la vizcondesa en la víspera de su partida para New York, vía Havre, resolvió aquélla aprovechar la oportunidad y poner los cimientos del proyecto que hacía algunas fechas venía acariciando: claramente advirtió que miss Nicholson deseaba hacerle alguna confesión, circunstancia que llenó de gozo a la de Aymaret, quien, por su parte, estaba decidida a pedírsela a aquélla.

Miss Nicholson había sido informada por la señora de Aymaret del viaje del marqués, pero con tantas reticencias que la joven americana no hubiera podido admirarse de una decepción; mas, ¿cómo justificar ante la vizcondesa aquella traición a la palabra dada, traición que despertaría necesariamente en la perspicaz señora sospechas fundadísimas?

Palabra del Dia

ciencuenta

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