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Actualizado: 25 de mayo de 2025


Muley, más afortunado que su vencedor y María, sanando de sus heridas al fin, prosiguió en sus proyectos de revueltas y rebelión, que si no los realizó por sus propias manos, gracias al temor que inspiraba el Emperador Carlos V, los vió puestos en práctica años después por un hijo suyo, que fué uno de los reyezuelos de las Alpujarras.

Ya volvía amorosa y anhelante, cuando al dar el primer paso oye en la ribera opuesta el reñir de las espadas. Muley, ya suelto de su prisión, medía furioso su acero con el rival que le había libertado. María atiende, escucha, y ve entre la obscuridad las pálidas centellas de los aceros.

Muley, disimulando el mal reprimido coraje que le hervía en el pecho, venciéndose por aclarar sus sospechas, o reprimir las muestras de su cólera, se acercó al estropeado ya medio sano, y en voz baja le dijo: Mira, soldado; en todo lo que aquí se pasa hay algo de oculto, que conozco y no alcanzo: si yo me hubiera dejado ir a la mano de mi enojo, ya hubiera descendido el castigo, antes que la discreción mía quisiera satisfacerse de las artes que aquí se juegan; pero puesto que mi discreción ha hablado, quiero oirte decirme qué mensajes tienes con Zaida, con María quise decir, y quién puede ser esa persona que cantó poco ha.

María se sonrió blandamente al ver entrar el soldado; éste, contento con tal distinción, bajó humildemente la cabeza con tanta cortesía como reverencia, y al alzarla se encontró con la vista de Muley, que lo miraba con ojos de desprecio y de una cólera mal reprimida; pero el soldado, con gran enojo de algunos y mayor maravilla de todos, no huyó su rostro de tan feroz mirada, antes bien la provocaba con su gesto maligno y burlador.

La desesperación del anciano infeliz, que engañaba en el cariño de María las memorias de su esplendor pasado y del poder de su familia, dando espantosos gritos, rasgándose los vestidos y arrancándose la barba, manifestaba su intensísimo dolor, sin acordarse de Muley, que, exánime y bañado en su sangre, se revolcaba a poco trecho de él.

Gerif, que alcanzó en pie en sus años primeros el Señorío de la Alhambra, no podía separar de su memoria aquel esplendor pasado, como ni de su alma la afición más vehemente por su nación desgraciada, mirando gustoso por lo mismo las revueltas que tramaba su sobrino Muley.

Todos cargaron sobre él; pero las espadas de sus dos contrarios, ya amigables custodios, le libertaron de todo insulto. Levantaos le dijo don Lope. No hará tal replicó el alcalde sino para entregarse a merced de la justicia, tanto y más cuanto que corren voces de venir don Fernando Muley de las costas de Berbería.

Perdido de cólera don Lope, y entre los dos terribles escollos de la honra y del amor, revolvía en su alma mil medios para poder asistir al desafío de Muley y amparar los miedos tan bien fundados de su señora. Resuelto al fin, llama a su escudero y le presenta el estado de las cosas. Cigarral, que no se turbara ni por venir rodando de una torre abajo, le dijo: Todo es no nada y asunto ninguno.

Don Lope, que verse sujetado, apostrofado, desasirse, tirarse a fuera y poner una daga en la mano, todo fué uno, no hubiera escapado de alguna grave herida del furioso golpe de Muley, a no llevar vestido bajo la ropa un fuerte jaco milanés. Reparado así tal golpe, la revuelta comenzó encendidamente, pues los moriscos a una voz decían: Favor a nuestro príncipe Muley, muerte a los castellanos.

Entre esta ocupación y los pensamientos de amor dividía sus imaginaciones, cuando entrando Cigarral le dijo: Tomad, señor, este papel, que Mercado os trae de la parte de Muley, el aprisionado en casa del alcalde.

Palabra del Dia

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