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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Todas las pequeñas contrariedades que ha ido sufriendo durante diez años vienen ahora a condensarse en una catástrofe grande. Hace un día nublado; la vieja deja la media en el pequeño tabaque de mimbre y se pone a mirar al cielo a este cielo que le ha apedreado sus viñas.
Sencilla y elegantemente vestida, llevaba en la airosa cabeza un gracioso sombrero de paja de Italia y pendiente del brazo izquierdo un ligero canastillo de mimbre. Aquel día no eran la meditación y la contemplación de las bellezas naturales el único propósito de su paseo. Tenía otro más práctico.
Fija en una silleta baja, que había llegado a ser parte de su persona, se ocupaba en arreglar perifollos para decorarse, y a su lado se veían, en diversas cestillas de mimbre, plumas apolilladas, cintas de matices mustios, trapos de seda arrugados y descoloridos como las hojas de otoño, todo impregnado de un cierto olor de tumba mezclado de perfume de alcanfor.
Vieron así llorar a Cristela de día y de noche... Eran tan buenas como curiosas esas cigüeñas. Compadeciéndose de la princesa, resolvieron hacerle un regalo para que se distrajese. Y, ya que era casada, trajéronle de París un hijito, en una canasta de mimbre. Al recibirlo, Cristela olvidó su pena dando un grito de alegría.
Eran hermosas de ver, en aquel domingo, en el cielo fulgente, la luz azul, y por entre los corredores de columnas de mármol, la magnolia elegante, entre las ramas verdes, las grandes flores blancas y en sus mecedoras de mimbre, adornadas con lazos de cinta, aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo: Adela, delgada y locuaz, con un ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo de su traje de seda crema; Ana, ya próxima a morir, prendida sobre el corazón enfermo, en su vestido de muselina blanca, una flor azul sujeta con unas hebras de trigo; y Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, «porque no se conocía aun en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor negra!».
Pues viceversa respondió él ; a mí se me comunica su alegría de usted, y a veces aún gasto mejor humor del que usted misma gastaría. También el júbilo es contagioso. Díjolo atrayendo a sí otra rama de mimbre que descortezó con las uñas, arrojando las tiras de película tierna al pantano, y mirando fijamente los círculos que en el agua abrían al caer.
Los caseros, apoyando sus manos en las espaldas que tenían delante, se empinaban para ver mejor. De vez en cuando un empujón formidable; una avalancha que amenazaba romper la cuerda. Pero bastaba que se levantase en alto el mimbre alguacilesco ó que se movieran las boinas rojas de la pareja de migueletes guipuzcoanos, para que al momento se iniciase un retroceso, quedando inmóvil el gentío.
Spadoni, como si fuese el dueño de tales riquezas, las fué metiendo en un cestillo de mimbre. Temblaba de emoción. Iba á pasar entre los curiosos sosteniendo contra su pecho el tesoro, lo mismo que otras noches había visto pasar á su grande hombre con aire de vencedor. ¡Qué valían al lado de esto los aplausos que llevaba recibidos como pianista!... Unos manos ávidas le arrebataron el cestillo.
Blanca y limpia con sus persianas inmaculadas y sus cristales brillantes bajo unas cortinas un poco antiguas, se abre con discreta elegancia en un patio plantado de árboles y adornado de canastillos floridos, al que llamamos pomposamente «nuestro jardín...» Tengo en él mis rosas preferidas y mis plantas favoritas; y cultivo con éxito cuanto tiene la dicha de agradarme, con tal de que no necesite mucho sol, ni mucha sombra, ni muchos cuidados... En un rincón de nuestro minúsculo jardín y debajo de un fresno llorón, tengo hasta un banco, un banco inmenso, una mesa de labor y unos cuantos sillones de mimbre... En verano, hacemos allí salón, y llevo la fantasía hasta dar tés... Mis amigas pretenden que una taza de té perfumada con la fragancia de las rosas que nos rodean, no es ya una taza de té, sino una taza de néctar... ¡Dichosa ilusión!
Tan plenamente exclamó Artegui soltando la rama de mimbre y asiendo la mano de la niña , que ahora me confirmo en creer que los seres puros poseen cierta presciencia, cierta intuición maravillosa y singularísima, negada a los que conocemos, en cambio, el triste misterio del vivir. Lucía, seria e inmutada, miraba a su compañero de viaje.
Palabra del Dia
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