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La hija del médico, única persona que podía penetrar hasta allí sin permiso de nadie, había entrado, sin que doña Luz, embebecida en sus devociones, notase su presencia. Doña Manolita contempló, pues, a todo su sabor el ferviente rezo de su amiga y la efusión de suspiros y de lágrimas con que hubo de terminarle.

No te comprendo interrumpió doña Manolita . Ya no eres tan criatura que no sepas lo que es amor, ni atines a descubrirle en tu pecho. ¿No es brioso, bello, valiente, pulcro y discretísimo D. Jaime? ¿No es libre? ¿No te ama? ¿No te da pruebas de amor, decidido, como está y como me ha dicho, a casarse contigo? ¿No es un caballero bien nacido y honrado?

Don Anselmo llegó a confesar que le entraban ganas de ser cristiano; doña Manolita y su marido se sintieron más cristianos que nunca; D. Acisclo halló que su sobrino tenía casi tanto entendimiento como él, si bien aplicado a cosas menos prácticas; y doña Luz, embelesada, entusiasmada, añadió acaso, con su rica imaginación poética, mil quilates de hermosura, de novedad y de profundidad, al discurso del Padre, del cual no perdió ni una sola cláusula, comprendiendo el más hondo sentido del conjunto y de cada sentencia.

Doña Manolita notaba, cuando iba a verla, que tenía los ojos fatigados y rojos de llorar. A veces, doña Luz no podía reprimir el llanto, y en presencia de doña Manolita lloraba. Durante algún tiempo, la tristeza de doña Luz había sido sombría, reconcentrada y feroz. Su amiga íntima no se había atrevido a preguntarle la menor cosa ni a quejarse de su silencio.

Un día se fijó en que Manolita tenía unas hermosas mejillas de melocotón con ligera película, más fina que el terciopelo de a cuatro duros vara; otro, hizo la observación de que sus ojos eran «ardientes ascuas», imagen del dominio común de todos los novelistas por él conocidos, una noche hasta llegó a pensar, revolviéndose en su menguada cama de dependiente, que la hija de don Manuel estaría admirablemente formada, a juzgar por su «exterior escultural» otra frase cien veces leída , y el resultado de estas y otras observaciones fue confesarse a mismo que era «esclavo» de Manolita y la amaría «hasta la muerte».

Decía y hacía a cada momento doscientos mil graciosos disparates, aunque todos inocentes y nada comprometidos, por lo cual la apellidaban también el trueno; pero realmente no era trueno, sino tempestad de risas, de bromas alegres y de regocijados discursos, porque era no menos picotera que su padre. Por lo demás, el fondo de doña Manolita no podía ser más excelente.

Todos escucharon en silencio y embargados por la emoción, el breve relato que de sus desgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza: su esposa lloraba: los chicos atónitos le decían estrechándole la mano: ¿No volverás a tener hambre ni salir a la calle sin paraguas, verdad tiíto?... yo no quiero, Manolita no quiere tampoco... ni papá, ni mamá.

Absorta en dicha lectura se hallaba doña Luz, cuando, como ya hemos dicho, entró a verla doña Manolita. Se besaron, se abrazaron, se dieron los más cordiales buenos días, y luego habló la hija del médico: Hija mía, eres la primera que ha de saberlo. Lo sabrás antes que mi padre. ¡Gran novedad! Mis peleas con Pepe Güeto han dejado de ser escaramuzas. La ira de ambos ha llegado a su colmo.

Además, la presencia de aquellas mujeres, y más especialmente la de León, le molestaba mucho. Rechazó, pues, con mal humor todas las instancias que le hicieron para que abriese su pecho, y les rogó, muy fruncido y encrespado, "que hiciesen el favor de no romperle más la cabeza". Con esto desistieron de reirse a su costa y la emprendieron con Manolita Dávalos.

¡A que no le das tu cama, Paquito! dijo Santiago, pasando a la alegría inmediatamente. ¡Si no quepe en ella, papá! En la sala hay otra muy grande, muy grande, muy grande... No quiero cama ahora, interrumpió Juan... ¡me encuentro tan bien aquí! ¿Te duele el estómago como antes? preguntó Manolita abrazándole y besándole.