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Pero cuanto más se aleja del lugar de la fiesta, tanto más aumenta su turbación... Al punto de entrar en la sala de baile ve a Franz Maas, que se lanza hacia él presa de una agitación manifiesta. Una vaga sospecha de desgracia comienza a torturar su alma. ¿Qué ha sucedido? exclama. ¡Al fin te encuentro! Tu cuñada se ha indispuesto. ¡En nombre de Cristo!... ¿Y adónde la has llevado?

En ese instante Franz Maas se adelanta para invitarla, en su calidad de rey de la fiesta, a la danza de honor; ella acepta su brazo y se aleja en un torbellino. Juan pasa la mano por su frente ardorosa y mira a la pareja; pero las luces y las personas se confunden en sus ojos en un caos tumultuoso; le parece que todo gira a su alrededor.

Suenan las trompetas; con las notas agudas de los clarinetes, los címbalos mezclan sus gruñidos sordos. La corporación, en cortejo solemne, se extiende a lo largo de la calle; a la cabeza, dos heraldos a caballo; Franz Maas y Juan Felshammer, los dos hulanos de la guardia. ¡No se habrían dejado arrebatar ese honor aunque la corporación hubiera tenido que disolverse!

Vacila y tiene que apoyarse en una columna para no caer; y ruega a Franz Maas, que vuelve en ese momento con Gertrudis, que sirva de caballero a su cuñada por media hora porque tiene necesidad de salir, de respirar el aire puro... Sale a la noche clara y fresca, en contraste con ese local cálido, cargado de vapores, donde un par de arañas llenas de bujías esparcen un humo intolerable.

¿De quién, entonces?... ¡Desgraciado!... ¿De quién, entonces? exclama Franz Maas en el cual se despierta una terrible sospecha. Cierra la puerta y siéntate dice Juan. Voy a contártelo todo. Pasan las horas. La tempestad sacude las hojas de las ventanas. El aceite crepita en la lámpara que humea. Los dos amigos están sentados, con las miradas fijas uno en el otro.

Un grito de alegría feroz se escapa de los labios de Juan. Entonces, ven... pero ven corriendo... La diligencia se detiene sólo un cuarto de hora. Nadie nos verá más que Franz Maas... pero él no nos hará traición. Cuando llegues a la ciudad te comprarás vestidos... ¿Eh? ¿qué es eso? El molino se anima.

Cuando llegó el día de la boda no pidió permiso, y se contentó con enviar un saludo por medio de su antiguo condiscípulo Franz Maas, que justamente terminaba entonces su servicio. Seis meses más tarde, él también lo había terminado. Bueno... ¿qué hizo Juan?

Ya me he informado; el primero de octubre parte un buque de Brema; es preciso que salga yo de aquí la semana próxima... sabrás qué es lo que me corresponde por mi herencia... Debo haber derrochado una buena parte... Dame a cuenta de ella lo que tengas en dinero; envía los fondos a Franz Maas, que yo iré a casa de él a buscarlos... ¿Y no vendrás siquiera una vez al... al?...

En un espléndido día de mayo, Juan hace su entrada en la aldea de Marienfeld. El honrado Franz Maas, que durante el otoño último se ha establecido como panadero, está plantado delante de su tienda, con las piernas abiertas, mirando con complacencia como se balancean dulcemente las rosquillas de hojalata, arriba de su puerta, a impulsos de la brisa del mediodía.

Había obscurecido; podía aventurarme a eso; y me he despedido de todo. He ido hasta la tumba de mis padres, delante de la puerta de la iglesia... y también a la Corona, porque debía aún una miseria al dueño... ¿Y has olvidado el molino? Juan se muerde los labios, se retuerce el bigote y murmura: Ya iré. ¡Oh! ¡qué alegría tendrá Martín! exclama Franz Maas, rojo también por la emoción.