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Actualizado: 10 de junio de 2025
Cuando echamos a andar, habiendo dejado el coche que nos había llevado de Lucca al extraño puente medioeval llamado Puente del Diablo, la pintoresca, serena y solitaria belleza campestre del paisaje nos impresionó.
Pero ahora que está en otras manos, ¿qué es lo que usted presupone? le dije, caminando siempre a su lado, porque ya habíamos salido de la ciudad e íbamos por ese ancho camino sucio que conduce al puente Mariano y continúa ascendiendo hacia las montañas, en una extensión de quince millas, hasta ese frondoso y bastante alegre punto de verano, bien conocido de todos los italianos y algunos ingleses, que se llama los Baños de Lucca.
La gente dice que ahora fray Antonio no es tan activo como antes para buscar dinero para los pobres, pues está demasiado ocupado con su amigo inglés. ¿Y la niña? Debe ser de una belleza notable, porque tiene fama hasta en Lucca, que es una ciudad de niñas bonitas contestó el viejo, haciendo una mueca. Habla el toscano perfectamente, y puede hacerse pasar con facilidad por italiana, así dicen.
Recordando la curiosa carta en italiano que había tomado de entre los papeles del muerto, le pregunté al viejo si conocía algún punto llamado San Frediano el lugar señalado para la cita entre el hombre que había escrito la carta y mi pobre amigo fallecido. Ciertamente replicó. Detrás del Cármine está el mercado de San Frediano, y en Lucca hay la iglesia de San Frediano, también.
Reconocí que en esas frecuentes visitas y conferencias debía haberse tramado el complot secreto contra mi pobre amigo, conspiración que había sido llevada a cabo con éxito, según parecía. La joven Dolly nunca había ido al monasterio, pero era evidente que había estado en Lucca, como cómplice de la trama para obtener el valioso secreto de Burton Blair, el secreto que hoy me pertenecía por la ley.
¡En Lucca! repetí. ¡Ah! pero Lucca no es Florencia. Sin embargo, recordé de pronto que la carta fijaba claramente la hora de las vísperas para la entrevista. Por lo tanto, el lugar convenido debía ser, ciertamente, una iglesia. ¿No conoce alguna otra iglesia de San Frediano? le pregunté. Sólo la de Lucca.
De las averiguaciones que a la mañana siguiente hizo el viejo Babbo en la Cruz de Malta, resultó evidente que el señor Ricardo Dawson, fuese quien fuese, venía a Lucca constantemente, y siempre con el fin de visitar y consultar al popular monje capuchino.
Se aproximó lentamente hacia mí, con sus grandes manos metidas en sus anchas mangas de su hábito carmesí, vestidura que sólo una vez cada diez años la renuevan los de su orden, y que usan constantemente, estén en pie o en cama. Me había parado delante de la antigua tumba de Santa Tita, la patrona de Lucca, a la cual menciona el Dante en su Infierno.
El monje, ese hombre cuya cara barbuda había visto en Inglaterra una vez, se había arrodillado, y estaba murmurando sus oraciones y pasando las cuentas del enorme rosario que colgaba de su cintura. Una mujer vestida de negro, con la cabeza cubierta con la santuzza negra que usan las mujeres de Lucca, había entrado sin hacer ruido, y estaba arrodillada a unos pocos pasos de mí.
De pronto salimos a un gran espacio abierto cuyas dimensiones no pudimos calcular a la débil luz de aquella pobre linterna. Estas cavernas se dilatan millas explicó el monje. Las galerías corren en todas direcciones y van directamente a parar debajo de la ciudad de Lucca y hacia el Arno. Jamás han sido exploradas. ¡Escuchen!
Palabra del Dia
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