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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza. Si a usted no le molesta prosiguió la madre podría venir todos los lunes... ¿qué le parece? ¡Que es muy poco, señora! repuso el muchacho Los viernes también... ¿me permite? La señora se echó a reir. ¡Qué apurado! Yo no sé... veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
Si tras la lidia Me aguarda entre sus brazos la victoria. ¿Qué me importa que otros con perfidia Quieran manchar mi nombre envuelto en gloria? Detesto el odio, la traición y engaño Y a aquellos quienes me odian los perdono; Podrán viles hacerme todo daño, Mas no me harán temblar en mi alto trono. Por encima del odio y de la inquina, Todos pregonan mi carácter noble.
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fué allá un miserable departamento de arrabal. La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco. ¡Conque once años! observó de nuevo la madre. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia! Seguramente sonrió Nébel, mirando a su rededor.
Enrique, que vestía una chaquetilla elegantísima de terciopelo color granate, en los comienzos de la lidia dio, como sus compañeros, ejemplo de prudencia y circunspección. Rodeó, sí, infinitas veces la plaza, pero fue, casi siempre, por detrás de la barrera, y cuando lo hizo por delante, era tan cerquita de ella, que a cierta distancia parecía por detrás.
En la boca dorada de los bolsillos asomaban las puntas de dos pañuelos de seda, rojos como la corbata y la faja. La montera. Garabato sacó con gran cuidado de una caja ovalada la montera de lidia, negra y rizosa, con sus dos borlas pendientes a modo de orejas de pasamanería. Gallardo se cubrió con ella, cuidando de que la moña quedase al descubierto, pendiendo simétricamente sobre la espalda.
España, la invencible soñadora, que monta rocinantes a deshora, los toros lidia, viste la mantilla, ama la jota y al danzón se entrega, mas cuyo acero no es una hoz que siega, sino arado que pone la semilla;
Sus fieles soldados cavando su fosa Cubrirán de tierra con mano piadosa La frente laureada que el mundo admiró. «Al pié de su tumba que calle la envidia! Su espíritu noble preside á la lidia Que aun arde en nosotros su llama inmortal. Apóstol y mártir su pueblo le nombra, Y grande y serena su pálida sombra De dulce esperanza levanta el fanal.
¿Quién ha dicho que ibas a quedar inútil para la lidia? exclamó el doctor, satisfecho de su habilidad . Torearás, hijo; aún te ha de aplaudir mucho el público. El apoderado asentía a estas palabras. Lo mismo había creído él. ¿Así podía acabar su vida aquel mozo, que era el primer hombre del mundo?... Por mandato del doctor Ruiz, la familia del torero se había trasladado a la casa de don José.
Pero vestirse el traje de lidia en su propio dormitorio, encontrando en sillas y mesas objetos que le recordaban a Carmen; salir hacia el peligro de aquella casa que había él levantado y contenía lo más íntimo de su existencia, le desconcertaba e infundía igual zozobra que si fuese por primera vez a matar un toro.
39 Y viniendo, les rogaron; y sacándolos, les pidieron que se saliesen de la ciudad. 40 Entonces salidos de la cárcel, entraron en casa de Lidia; y habiendo visto a los hermanos, los consolaron, y se salieron. 1 Y pasando por Anfípolis y Apolonia, llegaron a Tesalónica, donde estaba la sinagoga de los judíos.
Palabra del Dia
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