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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Lidia se extremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada. ¡Toma, pues! repitió sorprendido. Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre ella. Perdóname le dijo. No me juzgues peor de lo que soy. En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún.
Y conforme avanzaba la corrida, la mayoría del público contagiábase del aburrimiento del espectáculo, y hasta los del tendido de sol, si no por repugnancia por fastidio, callaban, dejando que los lances en la arena se desarrollasen en medio de un tétrico silencio, como si desearan no provocar incidentes para que la lidia terminase cuanto antes.
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta. Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel. Nébel objetó: ¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario... ¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.
Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada. ¿Hace mucho tiempo que usas eso? le preguntó él al fin. Sí murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja. Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento, un poco mágico, que sostenía su tonicidad. Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las histéricas burguesas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz esto es, para proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad.
Al rato los labios callaron su pla... pla, y en la piel aparecieron grandes manchas violeta. A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje. Toma esto le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.
El espada cuidó de sus bajos con una escrupulosidad femenil. Manejaba el traje de «nazareno» con las mismas atenciones que un vestido de lidia en tarde de corrida. Se calzó con medias de seda y zapatos de charol.
Es decir... ¡Octavio! añadió abriendo los brazos con lágrimas en los ojos: a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo... ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre concluyó con una pastosa sonrisa y bajando la voz: usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?
Un muchacho valeroso, que clavaba magistralmente las banderillas, y al que también había bautizado un grupo de aficionados como «el torero del porvenir». Un día, en la plaza de Madrid, recibió una cornada en un brazo, y habían tenido que amputárselo, quedando inútil para la lidia.
Mucho rato después, cuando volvió Gallardo a su pieza, resignado a no sufrir necesidades dentro de su traje de lidia, encontró a un nuevo visitante. Era el doctor Ruiz, médico popular, que llevaba treinta años firmando los partes facultativos de todas las cogidas y curando a cuantos toreros caían heridos en la plaza de Madrid.
Palabra del Dia
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