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Actualizado: 10 de junio de 2025
Y el rey, su majestad, como si hubiérais hecho grandes merecimientos, como si en vez de disminuir en una cuarta parte la población del reino la hubiérais aumentado y enriquecido, os da trescientos mil ducados para vos y para vuestro hijo el duque de Uceda, y ciento cincuenta mil á vuestra hija y á su noble esposo el conde de Lemos.
Me haréis en ello gran merced; y como supongo que necesitaréis de vuestro tiempo, me pongo á vuestros pies y os pido licencia para retirarme. Supongo que nos volveremos á ver. Nos volveremos á ver... ¡de seguro! Pues adiós, don Francisco. Que os guarde Dios, señora. Y tomando una mano á la de Lemos y besándola cortésmente, y lanzándola rápidamente una mirada en que había todo un discurso, salió.
Pues es muy extraño; tú me preguntas por su majestad, y yo acabo de recibir esta carta de manos de una dueña de palacio. Tomó la carta Juan Montiño, la leyó, se puso pálido y se echó á temblar. ¿Y de quién creéis que pueda ser esta carta? Carta que viene por la condesa de Lemos, debe haber pasado por las manos de la camarera mayor, que debe de haberla recibido de la reina.
En vano el duque quiso ocultar su turbación, producida por la sagacidad del tío Manolillo; sin embargo, se dominó y dijo riendo: ¡Bah! ¿y qué les importa ni á la condesa de Lemos, ni á la duquesa de Gandía que Quevedo sea preso ó no? ¿Qué si les importa? Voy á revelarte dos secretos. ¿Dos secretos más?
Pero tratándose de vos, señora, de la señora condesa de Lemos, seguro como estoy de vuestra discreción, es distinto; á vosotras vengo para ayudar á ese grande hombre en cuyas manos está la gobernación del reino. Vosotras seréis el medio por donde llegarán á él los beneficios de mi leal y oculta amistad. ¡Ah! caballero... cuánto os agradezco... ¿y sabéis? ¿habéis descubierto...?
¡Oiga! exclamó la duquesa afectando una risa ligera, como para demostrar que había pasado enteramente su terror : ¿conque queréis vengaros? Me han ofendido. ¿Quién? Mucha gente... Pero explicáos, si es que... podemos saber el motivo de vuestra venganza. ¡Ay, Dios mío! sí, señora. Y ¿quién os ha ofendido? Primero el conde de Lemos. ¡Vuestro esposo! Mi esposo... y me ha ofendido gravemente.
Pues hablemos. Pero no á obscuras. Quevedo abrió su linterna. Gracias, mi buen caballero dijo la de Lemos ; ahora sentáos y escuchadme. Siéntome y escucho. Oíd. Doña Catalina y Quevedo, inclinados el uno hacia el otro, empezaron á hablar en voz baja.
Esta mañana dijo Juara , en la hora en que fuí á comer mi olla, encontréme con un criado de la condesa de Lemos, antiguo amigo y compañero mío. Este tal me dijo sin rodeos: traigo para ti treinta doblones. Pues quiera Dios que yo los pueda tomar, que harto bien me vienen repliqué , y los doblones no llueven así como se quiera; ¿de qué se trata?
Además, vuecencia me dijo le recordase que tenía que decirme algo acerca de la señora condesa de Lemos. En efecto, me importa saber uno por uno los pasos que da doña Catalina. Puedo deciros, señor, que cuando yo venía para acá, entraba vuestra hija en las Descalzas Reales. Nada tiene eso de extraño.
Llamaron por segunda y tercera vez con insistencia, y se oyó una voz de mujer que dijo recatadamente detrás de la puerta: ¡Señora! ¡señora! ¡por amor de Dios! ¡oíd, si no queréis que suceda una desdicha! La condesa se acercó á la puerta. ¿Qué sucede, Josefina? dijo. El señor conde de Lemos acaba de llegar á la quinta y pregunta por vuecencia. ¡Ah! ¡mi marido! dijo la condesa.
Palabra del Dia
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