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Actualizado: 10 de mayo de 2025


¡Y siempre vos tan buena! dijo Quevedo, á cuyos ojos asomó una lágrima-; ¡tan buena!... ¡tan hermosa y tan desgraciada! pero cambiando repentinamente de tono, dijo: ¿conque el rey que os casó mal, os ha desmaridado bien? ¡Cómo! ¿sabéis?... que por meterse en oficios de dueña, y por el pecado de torpe, anda por esas tierras desterrado el conde de Lemos, mi señor.

Yo no me justificaré jamás de acusaciones tan absurdas dijo levantándose con indignación la de Lemos y volviendo la espalda á la abadesa. Pero escuchad, mi querida Catalina dijo la abadesa. ¡Adiós! exclamó la de Lemos, y salió dando un portazo.

Tanto os han visto, que ya lo sabe vuestro padre. ¿Y qué es lo que sabe? Leed, prima. Y la abadesa puso en el torno que tienen todos los locutorios la carta que acababa de recibir, y dió la vuelta al torno. La de Lemos tomó la carta y leyó. Era de su padre. En ella decía á la abadesa que habían visto meterse en el convento y en uno de los locutorios á su hija, y tras ella á Quevedo.

Bueno dije para ; ya sabemos algo; y despidiéndome de mi compadre, me metí en Madrid y me fuí en derechura á casa del conde de Lemos. Yo esperaba que habiéndole sido levantado el destierro á su excelencia, y estando cerca, hubiese llegado á Madrid, y no me engañé.

Retiráos, señoras dijo la reina á la de Lemos y á doña Beatriz de Zúñiga ; vuestro servicio ha concluído, no me recojo. Las dos jóvenes se inclinaron. La duquesa de Gandía quedó temblando ante Margarita de Austria. Debísteis registrarlo todo antes de suponer que yo no estaba en mi cuarto; ¿dónde había de estar, duquesa de Gandía, la reina, sino en palacio y en el lugar que la corresponde...?

La protección, que le dispensaron dos grandes generosos, el conde de Lemos y D. Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, hicieron los más felices los últimos años de su vida, y le proporcionaron tranquilidad suficiente para realizar sus planes poéticos, como el de la continuación de la Galatea, la comedia El engaño á los ojos, dos obras desconocidas, el Bernardo y Las Semanas del Jardín, y la novela Persiles y Segismunda, única que nos ha conservado el tiempo.

Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que aun llaman la atención del viajero. El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción.

El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y la caballerosidad del justicia mayor. Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado de España. Era éste el conde Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana para ser completo jesuíta.

Pero Quevedo no había contado con el reblandecimiento de la tierra por una lluvia que había sido constante durante cuatro días, y sucedió lo que no podía menos de suceder: que al llegar al suelo se clavó hasta las rodillas en una tierra gredosa, quedando preso y en la completa imposibilidad de salir por solo. Dejémosle allí para concluir este capítulo y sigamos á la condesa de Lemos.

Si se hubiera tratado de otro marido, ¡bah! la caridad es más difícil á veces de lo que parece. ¡Pero qué rey... señor! ¡qué rey! De repente Quevedo se detuvo y escuchó con atención. Había oído un siseo. El siseo volvió á repetirse. De aquella reja sale, y nadie hay presente más que yo. Llámanme, pues: acudo. ¿Es á ? por cierto contestó la condesa de Lemos, entreabriendo la reja.

Palabra del Dia

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