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Que si el conde de Lemos tuviera todas estas cosas y con ellas alguna discreción y buen ingenio, bien casada estuviera vuestra hija, y no escribiera yo despechado al verla tan mal casada, tan enterrada en vida, aquello de: Oro es ingenio en el mundo, oro en el mundo es nobleza y el que en vanidades trata de vanidad se sustenta. Con un leproso del alma, su padre casó á Teresa...

Y como el rey, aunque no es muy perspicaz, sabe que vos y el conde de Lemos sois una misma cosa; y como vuestro hijo el duque de Uceda se impacienta por ocupar vuestro puesto; y como la reina trabaja contra vos todo lo que puede; y como Olivares atiza, pensando en su provecho; y como Calderón, creyéndose ya poderoso, no disimula su soberbia; y como Espínola desde Flandes pide hombres y dineros; y como suceden tantas y tantas cosas que no debieran suceder, si no mandárais vos, que no debíais mandar; y como vos creéis que el duque de Osuna me ha nombrado su secretario por algo, y que por algo también me pide en una y otra carta, nada de extraño tiene que yo piense que si quisiera podía vengarme de don Rodrigo enviándole á galeras y de vos haciéndoos mi secretario.

Está recogida al lecho, señor contestó la de Lemos . Además, permítame vuestra majestad que le un mensaje importante. Pero pasad, pasad, doña Catalina dijo el rey ; vos sois algo más que un ujier. Gracias, señor dijo la de Lemos entrando, deteniéndose á una respetuosa distancia y haciendo una reverencia á los reyes. ¿Y qué mensaje... tan importante es ese? dijo el rey.

A los seis años de su profesión, sor Misericordia se llamaba la madre abadesa. Su competidora vencida enfermó de rabia, y murió desesperada bajo la presión de su vencedora. Hay entre las armas antiguas una que se llama puñal de misericordia. Con este puñal remataban los vencedores á los vencidos. A esta madre, en fin, fué á visitar la joven y hermosa doña Catalina de Sandoval, condesa de Lemos.

No me llaméis condesa, padre: malhaya la hora en que me casásteis con el conde de Lemos. ¡Ah!... Soy la mujer más desdichada de la tierra. ¿Y por qué? Porque amo á un hombre. ¡Catalina! Será todo lo escandaloso que queráis el que yo os diga esto... pero vos, padre y señor, me habéis sacrificado.

Si me prendes serás mi carcelera, porque no te fiarás de nadie; y si eres mi carcelera, teniéndote al lado tengo contigo un cielo. ¡Que no se muriera el conde de Lemos! Me estáis destrozando el corazón. Ya sabía yo que la tormenta acabaría en lluvia dijo para Quevedo . ¿Lloras, alma mía? ¡Lloro mi desdicha, mi desesperación! ¡Me pesa de haber nacido! ¡Catalina de mi alma!

Pero doña Catalina, corazón mío, ¿estáis en vos? Enterado habéis de este lance á medio mundo. ¿Y qué se me da? No soy yo mujer á quien mate su marido, ni el conde de Lemos, un marido que mate á una mujer tal como yo; ni aun se divorciará, porque divorciándose perderá la administración de mis bienes. Por lo demás, me importa todo un bledo.

¡Ah! dijo Quevedo mirando , ¡ah corazón mío! ¡guarda, guarda y no latas tan fuerte, que te pueden oír! ¿Qué veis, que murmuráis, don Francisco? Veo á la condesa de Lemos que vela... y que llora. ¡Ah! ¿y no se os abre el corazón? Abriera yo mejor esta puerta. No quedará por eso si queréis; pero luego: seguidme y veréis más. ¿Y qué más veré?

Quevedo observó. Un gentilhombre estaba respetuosamente descubierto delante de doña Catalina. ¿Conque es decir que la señora camarera mayor dijo la de Lemos se ha puesto tan enferma que se ha retirado? Y os suplica que la reemplacéis, noble y hermosa condesa. Muy bien; retiráos. ¿De todo punto?

Vuestra majestad puede disponer de como quiera, y siempre honrándome contestó inclinándose la de Lemos. Y luego continuó: Salía yo, pues, del cuarto de vuestra majestad, cuando encontré de repente junto á mi á don Francisco de Quevedo.