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Actualizado: 1 de junio de 2025
Así permaneció largo rato, oyendo los alaridos que de vez en cuando lanzaba la mujer del Tuerto en el buhardillón contiguo. Luego notó que le llamaban, y gruñó al conocer la voz; pero, aunque de muy mala gana, alzóse del banquillo y salió al balcón.
Detrás de Narcisa se arrastraba Andrés «a cuatro patas», sobre un charco de vino hediondo, luchando por levantarse, en un pataleo intercalado de blasfemias y amenazas. Después llegaba Julio, amortajado, andando sin pasos ni ruidos, como un ánima en pena; abría desmesuradamente los ojos, con expresión satánica, y lanzaba unas desatinadas imploraciones.
De pronto un gallo, como si recordase repentinamente una orden, olvidada al amanecer, lanzaba las cuatro notas de su vibrante canto al que sólo respondía, por excepción, el ronco trisílabo de un gallito enano y tuerto trepado al eje de un carro en la caballeriza, por cuyos pesebres circulaban cacareando «sotto-voce» las gallinas más inquietas del corral.
No podía ser sino Dios quien lanzaba por su intermedio ese anuncio, esa agnición, esa amenaza tremenda, buscando salvarle; no podía ser sino el soplo divino lo que había rasgado de arriba abajo su embozo de soberbia, dejándole desnudo y enmudecido, a imagen del primer hombre después de su falta.
A veces, en una zona de gloria triunfaba el sol; en otras ocasiones, pálido y apenas visible, flotaba entre la niebla presagiando desdichas; y al tender su negro manto la noche, cuando aparecía bruscamente su luz roja y lanzaba sus miradas de fuego, parecía un inspector celoso que vigilaba las aguas, penetrado é inquieto de su responsabilidad.
Su antiguo condiscípulo Francisco Sánchez, el Brocense, lanzaba una sucia palabrota contra Santo Tomás, cuando se invocaba su autoridad sublime en las disputas. El Cardenal Arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, luteranizaba en su Catecismo Cristiano. Había llegado, pues, ese instante supremo en que una batalla se pierde por una pausa de la voluntad.
Al acabar aquel día, entre cuatro y cinco de la tarde, el cielo se encapotó; grandes nubes negras se elevaron por detrás de la cumbre del Grosmann; el Sol, rojo como una bala al salir de la fragua, lanzaba sus últimos rayos desde el horizonte cargado de brumas. El silencio en todo el ámbito de la peña era profundo.
Al ir desfilando esta procesión, la multitud entusiasta lanzaba sonoros vivas y altos gritos de admiración y de aplauso, mientras que estremecían el aire el estruendo de las salvas de artillería y el repique de campanas de todas las iglesias de Roma.
Cualquier cosa llegaba a ser graciosa en boca de aquel viejo truhán; cuando pasaba por delante de la taberna alguna chica bonita, Tellagorri lanzaba un ronquido tan socarrón que todo el mundo reía. Otro, haciendo lo mismo, hubiese parecido ordinario y grosero; él, no; Tellagorri tenía una elegancia y una delicadeza innata que le alejaban de la grosería.
Se arrancaba los cabellos, pateaba el suelo como un potro no domado, batía contra las paredes de su casa los aperos de la labranza, lanzaba terribles imprecaciones y amenazas. Al fin cayó en una calma más terrible aún que su furor. Quedó pálido y profundamente sosegado.
Palabra del Dia
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