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De pronto un gallo, como si recordase repentinamente una orden, olvidada al amanecer, lanzaba las cuatro notas de su vibrante canto al que sólo respondía, por excepción, el ronco trisílabo de un gallito enano y tuerto trepado al eje de un carro en la caballeriza, por cuyos pesebres circulaban cacareando «sotto-voce» las gallinas más inquietas del corral.

Y fui en busca de las criadas, hice matar seis tiernos pollos y me quedé mirando tranquilamente a esas pobres aves, mientras la sangre brotaba de sus pescuezos abiertos. Daba lástima ver cómo uno de ellos, un gallito, batía las alas mientras la angustia de la muerte le arrancaba gritos y trataba de herir con sus espolones los dedos de la criada.

El manchador exhibía su vejez miserable, los seis reales diarios durante toda su vida, sin esperanzas de llegar a más. El Tato, en sus arranques de gallito bravucón, proponía degollar una tarde en el coro a todos los canónigos, prendiendo después fuego a la catedral.

Era el gallito del barrio, el perdonavidas de la partida, capitán de gorriones, bandolero mayor de aquellos reinos de la granujería, angelón respetado y temido por su fuerza casi varonil, por su descaro, por su destreza en artes guerreras y de juego. Así no hubo en el cotarro uno solo que no temblara al oírle gritar: «¡Estarvus quietos!.., ¡vus voy a reventar!...».

Y junto con un temblorcillo instintivo, experimentó cierta satisfacción. Le dolía que le perdonasen el golpe, como si fuera él un irresponsable. Al ver la actitud agresiva de Tono, púsose en guardia, como un gallito encrespado, pero los dos se contuvieron, notando que llamaban la atención de algunos albañiles que con el saquito al hombro pasaban camino del andamio.

Con el viento y la bulla que el pavo metía apenas se sentían las chillonas voces provocativas. El Majito, cansado de parlamentar sin fruto ni resultado alguno, lanzó una piedra en medio de la turba de comerciantes. Al voltear, haciendo honda de su elástico brazo, parecía un gallito de veleta, obedeciendo más al viento que al coraje.

Mi papá, ahí donde usted le ve, ha sido el gallito de Sevilla. Traía dislocadas a las niñas con sus chalecos y sus palabritas. ¡Picaruela! murmuró el anciano, tocándole la cara con manifiesta ternura. La poesía es cosa superior, superior... ¡Pero como la pintura!... A la pintura no llega nada en el mundo. Ya que es usted aficionado, y muy inteligente le dije.