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Alejandro entró en el baile, del brazo de su compañera, cuyo espléndido dominó levantó el cotarro de todas las princesas negras que vieron pasar a su lado aquella vasca plebeya, pero blanca. ¡Alejandro, rendido a una «extranjera de Europa!» ¡Qué decepción! ¡El, el más aristocrático swell de la clase, la flor y nata de las academias de baile, entregado a una gringa!

¡Amigas! las cuatro; si no estamos de vuelta para las oraciones, daremos que hablar dijo levantándose la más alta de estas vírgenes locas, muchacha de nariz aguileña y maneras resueltas que revelaban a la inteligente directora del cotarro. ¿Tienes los libros, Adelaida? Adelaida enseñó debajo de su impermeable tres libros de no muy santa apariencia. ¿Y las provisiones, Carolina?

Era el gallito del barrio, el perdonavidas de la partida, capitán de gorriones, bandolero mayor de aquellos reinos de la granujería, angelón respetado y temido por su fuerza casi varonil, por su descaro, por su destreza en artes guerreras y de juego. Así no hubo en el cotarro uno solo que no temblara al oírle gritar: «¡Estarvus quietos!.., ¡vus voy a reventar!...».

La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeña y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas.

Y el entusiasmo de ahora ha de ser un entusiasmo moderado, un entusiasmo frío y racional, un entusiasmo que mate facciosos, pero nada más; entusiasmo, señor, de quita y pon, y entusiasmo, en una palabra, sordomudo de nacimiento: entusiasmo que no cante, que no alborote el cotarro; que no se vuelva la casa en un gallinero. Y éste es el bueno, el verdadero entusiasmo.

En el día, obesidad, años y sordera le impedían tomar parte activa; pero quedábale la afición y el compás, no habiendo para él cosa tan gustosa como un electoral cotarro.

Cuando llegué a Madrid dijo Momo y me vi solo en aquel cotarro, se me abrieron las carnes. Cada calle me parecía un soldado; cada plaza, una patrulla; con la papeleta que me dio el comandante, que era un papel que hablaba, fui a dar en una taberna, donde topé con un achispado, amigo de complacer, que me llevó a la casa que rezaba el papel.

Pero Sor Facunda y las de su cotarro iban por la escalera abajo diciendo que el hecho podía ser falso, y podía también no serlo; y que el ser Mauricia muy pecadora no significaba nada, porque de otras muchísimo más perversas se había valido Dios para sus fines. Dijo la misa D. León, que parecía el padre fuguilla por la presteza con que despachaba.

Ya se comprenderá, por lo dicho, que las fiestas del Cinco de Mayo no podían ser en Villaverde ni populares ni lucidas. Los patrioteros alborotaban el cotarro, pero sin resultado alguno.

Efectivamente, en Villaverde todos decían y escribían «villaverdino», hasta que, en mala hora, se le ocurrió a un periodista dudar de la acertada formación de la palabreja. Se alborotó el cotarro: salió a contender el «pomposísimo»; saltó a la palestra Castro Pérez; charlaron los pedagogos a su sabor; la cosa llegó al Cabildo, y los ediles tuvieron asunto para varias sesiones.