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Actualizado: 19 de mayo de 2025
Mirola Guillermina, sintiendo el espanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó más la cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón, parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luz eléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía: «¡La ladrona eres tú... tú! Y ahora mismo...».
Si has pecado, puedes arrepentirte para eso existen los templos ; en modo alguno rechazar tu religión, sin la cual carecerás de todo freno y creerás que todo te está permitido. Tal vez me haga ladrona o algo peor todavía... Desde el momento en que no soy cristiana... El grueso comerciante sentóse, y dijo a su vecino: ¡Imposible hacerla entrar en razón! ¡Tiene la cabeza demasiado dura!
Vamos a ver, hipócrita, cobarde, ¿cuánto dinero os ha dado Federico para traicionarme? ¡Hasta dónde puede llegar la falsedad! La señora es modesta, instruída, reservada; hay que medir las palabras con ella, ¡es tan sensible!... ¡Y esta miserable ladrona vende el honor de mi casa, por dinero! ¡Sí, sí! Atreveos a disculparos; sois una desvergonzada; pero vos misma habéis caído en vuestra celada.
Las palabras de «madre falsa, ladrona de herencias» llegaron a sus oídos y la hicieron estremecer. Sus enemigos estaban hablando del secreto cuyo conocimiento ella perseguía al precio de las más sangrientas humillaciones y los más crueles sufrimientos. Impresionada hasta el punto de que casi le faltaban las fuerzas, apoyó la mano en la pared y se deslizó hasta la puerta.
Fortunata dijo: «¡Toma, indecente, púa, ladrona!». Bofetada más sonora y tremenda no se ha dado nunca.
Visita era la que todavía encontraba placer en registrar cacerolas, y revolver vasares, armarios y alacenas. Siempre hablaba con alguna golosina en la boca. Pedro notó que guardaba en una faltriquera terrones de azúcar y papeles de azafrán puro, que se consumía en la cocina del Marqués, con gran envidia de la urraca ladrona. También almacenó entre las faldas un paquete de té superior.
No me lo diga usted dos veces... Está a su disposición... ¡vaya una alhaja! ¿Sí? Pues me lo llevo... mire usted que yo soy una urraca.... Y sí que era una urraca, como que así la llamaba doña Paula: la urraca ladrona. Donde hacía estragos era en los comestibles. Llegaba a casa de una vecina riendo a carcajadas. ¿Sabes lo que me pasa?
Palabras sueltas llegaban... que si era santa de pega; que si era una ladrona que se fingía beata para robar mejor... que si era una lame-cirios y chupa-lámparas... En fin, aquello se iba poniendo malo, y no tardó en demostrarlo una piedra, ¡pim! lanzada por mano vigorosa, y que Benina recibió en la paletilla... Al poco rato, ¡pim, pam! otra y otras.
Corrió, sin embargo, a los pocos días por los periódicos la noticia de que el marqués de Sabadell había acusado de ladrona ante los tribunales a cierta aventurera francesa llamada mademoiselle de Sirop; súpose más tarde que esta había desaparecido, y murmuróse, por último, muy sotto voce, que el mismo marqués, su acusador público, la tenía escondida en su casa: nadie pudo comprobar, sin embargo, la exactitud de este hecho inexplicable.
Tampoco en esta novela de Los cuatro ochavos triunfa la virtud en el mundo. Teodorita y Ricardo son los que triunfan. Bien puede decirse que son ellos los que matan a disgustos a D. Antonio. El fin de la novela no puede ser más trágico. Si sólo se atiende a lo material y externo de la vida humana, no puede ser más pesimista. Soledad queda desvalida, acusada de ladrona y casi deshonrada.
Palabra del Dia
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