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Actualizado: 4 de mayo de 2025


El prisionero entró en la caseta, custodiado por cuatro números, y tras él entraron los tres hombres que iban mandando a los insurrectos. Algunos campesinos y labriegos del lugar, viejos en su mayor parte, que habían acudido por curiosidad, fueron alejados con modales bruscos por la gente armada; y como volviesen en mayor número, se dio orden de despejar la plazoleta.

El viejo Brull, que por avaricia y por prudencia, tenía a su hijo a media ración como él decía sólo le enviaba el dinero justo para vivir; pero víctima a su vez de aquellas malas artes con las que otro tiempo explotaba a los labriegos, había de hacer frecuentes viajes a Valencia, buscando arreglo con ciertos usureros que hacían préstamos, al hijo en tales condiciones, que la insolvencia podía conducirle a la cárcel.

Y allá iba dos veces al año, para manchar el piso con sus alpargatas cubiertas de barro y repetir que las cadenas son para los hombres, haciendo molinetes con la navaja. Era una venganza de esclavo, el amargo placer del mendigo que comparece con sus pestilentes andrajos en medio de una fiesta de ricos. Todos los labriegos reían, comentando la conducta de Pimentó para con su ama.

Azorín contesta que aún dura ese café. De pronto estalla en la sala una larga salva de aplausos. Y el viejo tiende los brazos hacia Azorín, lo abraza y llora en silencio. Estos son unos viejos, muy viejos. Llevan un pantalón negro, un chaleco negro, una chaqueta negra de terciopelo. Esta chaqueta es muy corta. Ya casi no quedan en el pueblo más chaquetas cortas que las de estos viejos labriegos.

Era la historia de unos campos forzosamente yermos, que vi muchas veces, siendo niño, en los alrededores de Valencia, por la parte del Cementerio: campos utilizados hace años como solares por la expansión urbana; el relato de una lucha entre labriegos y propietarios, que tuvo por origen un suceso trágico y abundó luego en conflictos y violencias.

No se conocía en todo el contorno, ni acaso en toda la provincia, casa infanzona más linajuda ni más vieja, y a cuyo nombre añadiesen los labriegos con acento más respetuoso el calificativo de Pazo, palacio, reservado a las moradas hidalgas. Desde bastante cerca, el Pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión melancólica que producía su desmantelado palomar.

Además, era su padre, y el tío Tòfol, como todos los labriegos de raza latina, entendía la paternidad cual los antiguos romanos: con derecho de vida y muerte sobre los hijos, sintiendo cariño en lo más hondo de su voluntad, pero demostrándolo con las cejas fruncidas y alguno que otro palo. La pobre Borda no se quejaba.

Los labriegos convertidos en mineros eran el contrapeso inerte, incapaz de voluntad, que imposibilitaba la ascensión de los que vivían en el país. La cantera era el peor enemigo del obrero rebelde. En las minas de galerías subterráneas, con sus peligros que exigen cierta maestría, el personal no era fácil de sustituir; necesitaba cierto aprendizaje.

En una palabra, podían observarse en aquel espacio, no mayor que la palma de la mano, los aprestos militares de un ejército que se pone en marcha. Algunos labriegos, asomados a las ventanas, contemplaban el espectáculo; las mujeres sacaban la cabeza por los ventanillos de los graneros. Los posaderos llenaban las cantimploras en presencia del caporal schlague, que se hallaba de pie junto a ellos.

Aquí y allá, a lo largo de los caminos, la recua o el rebaño levantan grandes nubes de polvo, cual si fueran ejércitos. Torvo reflejo mineral flotaba sobre el Valle de Amblés. El paisaje era aún más austero bajo aquella claridad implacable. Comenzaba la trilla. La mies rebrillaba en las eras. Los labriegos tenían que turnarse sin cesar para ir a beber a la sombra de los carros.

Palabra del Dia

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