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El pobre capitán apartó la vista y se puso la mano sobre los ojos. ¡Toma! dijo Kernok dándole con el pie al cadáver ; ésta es la obra de Melia. ¡Pardiez! ¡hermosa labor! ¡Ah!... pero el dinero... el dinero, compadre, eso es lo importante. ¡Es posible! exclamó . ¡Cuatro, cinco... quizá diez millones!

Kernok subió con agilidad por la banda del brick y saltó sobre el puente. El contramaestre quedó impresionado de su palidez y de la alteración de sus facciones. Su cabeza desnuda, las ropas en desorden, la vaina sin puñal que pendía a su cintura, todo anunciaba un acontecimiento extraordinario.

Y como aquellas gentes que, medio dormidas aún, creen salir de un sueño penoso haciendo algún movimiento violento, exclamó: ¡Que el infierno se lleve a Melia, a sus estúpidos consejos y a mismo por haber sido tan tonto en seguirlos! ¿He de dejarme intimidar por esas mojigangas, buenas para asustar a las mujeres y a los niños? ¡No, voto a tal! no se dirá que Kernok... ¡Ea! prometida del demonio, habla pronto; tengo que marcharme. ¿Me oyes?

En cuanto al resto de la tripulación, los marineros del brick los habían agarrotado para que no les estorbasen en sus operaciones. La entrada del local, donde estaba depositado el dinero de don Carlos, se encontraba bajo la estera que cubría el piso. De modo que Kernok se vio obligado a pasar por la habitación donde yacían los restos sangrientos de los dos esposos.

Y la sacudió fuertemente. Ivona no respondía; su cuerpo seguía las impulsiones que le daba Kernok. No se notaba siquiera la resistencia que hace experimentar un ser animado. Se hubiera dicho que era una muerta. El corazón del pirata latía con violencia. ¿Hablarás? murmuró, levantando la cabeza de Ivona que estaba inclinada sobre su pecho.

Y después, ¡qué respetable cara con sus largos cabellos blancos y su frac marrón! ¡qué aire más bondadoso cuando llevaba a la espalda a los hijos del viejo Cerisoët, el artillero, o les hacía barquitos de corcho! Solamente yo le hacía siempre un reproche a ese pobre Kernok, se había aficionado demasiado a la gente de sotana. ¡Ah! ¡porque era mayordomo de la parroquia!

Porque era de aquel clima ardiente de donde Kernok se había traído a su gentil compañero, que no era otro que Melia, hermosa joven de color. ¡Pobre Melia! por seguir a su amante había abandonado la Martinica y sus bananeros y su casa de celosías verdes.

El español intentó balbucear aún un no entiendo. Pero Kernok que había agotado todos sus recursos oratorios, reemplazó el diálogo por la pantomima y le puso bajo la nariz el cañón de su pistola. A esta invitación, el capitán lanzó un profundo, un doloroso, un desgarrador suspiro, e hizo signo al pirata de que le siguiese.

Los marineros se habían agarrado de la mano y daban vueltas con rapidez alrededor del puente, cantando a gritos las canciones más obscenas y más crapulosas. Bien pronto llegó el maestro Zeli con los diez hombres que Kernok había dejado antes a bordo del San Pablo. No quedaba a bordo del navío español más que sus tripulantes atados y agarrotados sobre el puente.

Y todas las miradas se volvieron hacia el punto que Kernok designaba con el extremo del anteojo. ¡Ocho, diez, quince portas! exclamó ; una corbeta de treinta cañones; ¡muy bonito! y por añadidura, de la escuadra azul. Llamó a Zeli.