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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Pero como Dios no oye á los réprobos, y el llanto de Jucef mojaba inútil las losas del santuario, y el semblante entristecido de Leila más y más pálido se mostraba, y más sus ojos ardientes, febriles, lánguidos, el cuidado paternal por ciego dió en el engaño. No vió que el amor es vida cuando anhela un sér soñado, y anhelándolo le goza, y se sublima esperándolo.

Ataide exclama, cuidadoso, mas sereno: ¡el leon en montería, el feroz divertimiento que da á su doliente Leila Aben Jucef el soberbio! ¿Mas por qué de las bocinas no se percibe el acento, ni los ardientes lelíes de los ágiles monteros, ni acorralando á la fiera el ladrido de los perros? ¿Por qué esos rugidos suenan solitarios y siniestros, y la vega los repite cual los repite el Desierto cuando su rey vaga errante de hambre y sed calenturiento.

Y esta maldicion horrible que del dolor en la hora Ayela desesperada, de justa venganza ansiosa, pronunció contra el malvado, ignorando su deshonra, ignorando que era madre, cuando lo fué en su memoria, se sublevó turbulenta, sombría, amenazadora; que al maldecir á los hijos de la fiera sanguinosa que asesinó á su familia, maldijo á su sangre propia; y por eso cuando Ataide en su infancia fatigosa, que siempre sobran fatigas donde el dinero no sobra, el bello semblante pálido mostraba, y su linda boca de arcángel no sonreia, la maldicion pavorosa helaba de espanto á Ayela, surgiendo de entre la sombra del imborrable recuerdo de su desdichada historia; y pasaron veinte años de angustias y de congojas para la pobre inocente madre honrada, aunque no esposa, y para el hijo sin padre, del cual fué la herencia sola, con la belleza de Ayela y su sangre generosa, el valor de Aben Jucef y su condicion indómita.

Yo no lo alcanzo exclamó Ataide abatido. Ben Jucef sabrá explicárnoslo dijo el Rey: y de su guardia al punto un kaid llamando le mandó fuese á la casa de Aben Jucef con mandato de que, sin perder momento, se presentase en palacio.

Véte. Y no desesperes, que, pues salvaste bizarro mi vida, yo salvaré tu corazon en los brazos de Leila, ó con su cabeza Ben Jucef me dará el pago.

La casa, hasta entónces triste, de Jucef ardió en saraos, en zambras y en regocijos, y entre el giro acompasado de indolentes bayaderas, resonó sentido y largo, como el suspiro del viento de la palma en el penacho, al compás de guzlas de oro, el melancólico canto del desierto, que suspira el beduino cansado, que sigue á la caravana en sus amores soñando.

A la Alhambra le llevó el Rey, y con él entrando en la sala de Comares, viendo que su acervo llanto no cesaba, interrogóle: Ataide en acento opaco le contó su desventura, y el Rey atento escuchando, cuando brevemente Ataide finó su triste relato le dijo con grave acento, pero cariñoso y blando: Es misterioso y terrible el decreto de los hados: se cumple lo que está escrito: si por tu madre en espanto, Ben Jucef el Meriní huyó en su fuga lanzando una maldicion, ¿qué piensas que esto fué?

respondió Leila turbada y presintiendo la ira de su padre, á la mentira por primera vez llevada; que aunque sencillas alienten la pureza y el candor, para defender su amor las mujeres, todas mienten. ¡No lo sabes! ¡Mas Dios santo! Jucef con fiera sorpresa añadió ¿qué sangre es esa en tu seno y en tu manto?

El kaid salió, y á poco volvió trayendo recado de que en aquel mismo dia Ben Jucef, abandonando á Granada con su hija, con una guardia de esclavos y á su torre de Almuñécar el camino enderezando, á pasar al Mogreb iba resuelto y determinado. ¿Cuándo partió? dijo el Rey. Al amanecer. ¡No ha estado entónces en la batalla! Que enjaecen dos caballos; kaid con cien zenetes nos iréis acompañando.

Palabra del Dia

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