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Actualizado: 9 de junio de 2025
Otra cosa, de las que enojaban algo a Poldy, era la presencia en la fotografía de aquellas tres bayaderas tan ligeramente vestidas y tan poco modestas y comedidas en sus bailes. Pero también Poldy se mostraba indulgente con este desafuero del indio, y si no le disculpaba, le explicaba y casi le perdonaba.
Un recuerdo penosísimo dijo Morsamor se despierta en mí al ver la danza de las bayaderas y evoca un espectro que dormía desde hace medio siglo en los abismos de mi memoria, espectro que aparece ante mi conciencia, afligiéndola y atormentándola. Fue en mi primera juventud, en la magnífica feria de Medina del Campo. Allí vi y conocí a Beatriz: a la única mujer que de veras me ha amado.
Los hombres se miraban con torvo ceño, las mujeres pataleaban y chocaban las manos, con la mirada perdida en una estúpida vaguedad, como si la música les vaciase el cráneo. Las bailadoras ondulaban como serpientes erguidas. Tenían la boca apretada, la mirada dura, graves, altivas, inabordables, como bayaderas que estuviesen actuando en un rito sagrado.
No la complació tanto, sino que hubo de enojarla y de escandalizarla, aunque reprimió el enojo, atribuyendo lo que veía a inveteradas e imprescindibles modas orientales, que en el fondo del salón apareciesen tres bayaderas, con traje de Apsaras o inmortales ninfas, las cuales tejían voluptuosa danza, desceñido y leve el transparente ropaje, los brazos y los pies desnudos, luciendo en las gargantas de los pies y en los brazos, ajorcas y brazaletes, y dejando ver además las torneadas espaldas y los firmes y redondos pechos.
Ahora, cuando contemplo a las bayaderas, me explico de dónde aquella raza procede. Fue de seguro un pueblo de la India que, huyendo de los estragos que causó Timur, y aguijoneado por el miedo, llegó hasta los confines occidentales de Europa. A una tribu de este pueblo, a un errante aduar de gitanos, pertenecía Beatriz. Era como flor que brota en el cieno.
No sólo para alcanzar los triunfos que se prometía, sino también para dejar de ver a las bayaderas, Morsamor anhelaba impaciente salir de Goa.
El indio había tenido bayaderas, y había hecho aquella vida rota, de puro oriental, cuando estaba aun sumido en las tinieblas del paganismo, pero cuando, gracias al padre jesuita, se convirtió a la verdadera religión, Poldy daba por segura su enmienda y el abandono en que había dejado sus viciosos deportes.
Le veía montado en su elefante de parada, de largas gualdrapas de oro que barrían el suelo, escoltado por belicosos jinetes y esclavos portadores de braserillos con perfumes; el grueso turbante coronado de blancas plumas con piedras preciosas; el pecho cubierto de placas de brillantes; la cintura ceñida por una faja de esmeraldas, de la que pendía una cimitarra de oro; y en torno de él bayaderas de pintados ojos y duros senos, tigres domesticados, bosques de lanzas; y en último término pagodas de múltiples techos superpuestos, con campanillas que exhalaban misteriosas sinfonías al más leve soplo de la brisa, palacios de fresco misterio, espesuras verdes, en cuya penumbra saltaban y rampaban animales feroces y multicolores... ¡Ay, el ambiente!
Al contrario, Morsamor había esquivado cuantos placeres Goa brindaba, y había mostrado singular repugnancia y disgusto hacia todas aquellas cantoras y bailarinas, como si recobrasen fuerza sus votos y renaciese en su espíritu la desatendida severidad del claustro. Las bayaderas de la India, sobre todo, le inspiraban horror.
Los Gandarvas descendían del Baikounta o paraíso de Vishnú para cantar sus alabanzas y las Apsaras para tejer danzas en torno suyo. Esta serenata y este baile famosos, apellidados la rasa, se representaban aquella noche. En anchas plazas bailaban lindas bayaderas. La circunstante y bulliciosa muchedumbre gozaba en mirar y aplaudía con locura.
Palabra del Dia
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