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Actualizado: 3 de junio de 2025


Me acerqué a examinarlos y, aunque disto de ser inteligente en pintura, me parecieron horrendos mamarrachos. Por una de las puertas vi salir a Villa, y me acerqué a él. ¿Al fin pudo usted llegar a la cocina? le pregunté riendo. Al fin. Nada más que un achuchón rápido ahí en el pasillo, ¿sabe usted? Aproveché el momento en que Pepita hablaba con ustedes. Estuve largo rato con Joaquinita.

Frente a nosotros estaba la de Enríquez, con su novio; más allá, la mamá y la tía Etelvina, y en medio de ellas, don Alejandro, más sombrío y ojeroso que nunca. Elenita charlaba por los codos con el pollo Lisardo. Joaquinita y Suárez hablaban, aunque no tan animadamente, allá lejos, cerca de los marineros, y Pepita se encargaba de darnos matraca a todos.

No quise disimular mi tristeza. Al contrario, forcé la nota lúgubre, permaneciendo silencioso y cabizbajo, a pesar de los esfuerzos que las dos viejas que tenía a mi lado y Joaquinita hicieron por sacarme de mi éxtasis doloroso. Todos allí estaban ya al tanto de lo que me ocurría. Sentía, en verdad, una viva y profunda pena, que me apretaba el pecho y la garganta.

Joaquinita se extendió bastante a relatarme los pormenores de la pasión del comandante. Aunque envuelto en frases muy lisonjeras para éste, pude adivinar cierto rencor en su relato, y alguna fruición al compadecerse de su malandanza. Nos interrumpió la voz de una señorita pequeña, chatilla, regordeta, que colocada frente al piano cantaba el rondó final de Lucía. No hubo más remedio que escucharla.

Por un instante me olvidé de mi inolvidable monja, y estuve a punto de cometer una repugnante infidelidad declarándome a Joaquinita, cuando vino a impedirlo y a sacarnos de nuestro embelesamiento el amigo Villa. ¡Hola! ¿Ya forman ustedes rancho aparte? dijo en un tono brutal que no me agradó, plantándose delante de nosotros.

La noticia de la llegada de Joaquinita los tenía sobresaltados: se anhelaba saber lo que había pasado. Pero antes de que nadie hablase ni el sacerdote diera paso alguno por la sala, Obdulia se levantó de la silla, avanzó precipitadamente a su encuentro y se dejó caer de rodillas a sus pies.

Al entrar, su mirada, casi siempre agresiva, se clavó en , con expresión maliciosa de burla y desprecio, que me lastimó como una bofetada. Le pagué con otra fría y desdeñosa, y me dispuse a sentarme al lado de Joaquinita por no unirme a aquel grupo.

¿Y a usted qué le importa? preguntó Joaquinita con acento picado y agresivo, del cual no la creyera capaz. Nada, hija, nada, que buen provecho les haga; pero no está bien marearme tan pronto a un muchacho que acaba de llegar... Porque ya le tiene usted flechado... Mire usted cómo está encendido. ¡Qué guasoncillo! Bien se conoce que no está aquí aún Isabel para ponerle serio.

Pues allí lo tiene usted, en aquel rinconcito. ¡Qué loca eres, Pepita! exclamó Joaquinita, riendo también. En el rincón que señalaba con la mano había una mesilla, y sobre ella una botella de agua con algunos vasos. En nuestros buenos tiempos, poníamos azucarillos. Era el siglo de oro de la casa de Anguita. Ahora, hijo mío, estamos en plena decadencia.

Me dijo que estaba concertada la boda de la condesita del Padul con un primo suyo, el duque de Malagón. ¿Y Villa? le pregunté, sorprendido. Joaquinita me dirigió una larga mirada burlona. Pero ¿usted se ha imaginado que Isabelita le trae al retortero para casarse con él? No lo ..., pero creía que le profesaba algún cariño. Atienda usted al cariño...

Palabra del Dia

rigoleto

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