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Actualizado: 3 de junio de 2025


La curiosidad de Matildita estaba fuertemente excitada al verme salir temprano de casa y no volver hasta la noche, pues la mayor parte de los días almorzaba de prisa y corriendo en un café. En la tertulia de Anguita ya empezaban a correr bromas sobre mis desapariciones misteriosas. Excusado es decir que la que más preocupada andaba con ellas era Joaquinita.

Dirigiendo la mirada hacia un grupo donde estaba D. Acisclo, observé que nos miraban sonrientes. Después supe que éste les había dicho: Miren ustedes a Joaquinita con la caña. Por fin llegó la carta de mi tío, y dentro de ella otra muy expresiva para un prebendado de la catedral llamado D. Cosme de la Puente, recomendándome.

El P. Gil, que le seguía con Joaquinita, dijo a ésta al llegar al piso primero: Quédese por ahora aquí; yo subiré solamente. Cuando llegó al segundo, tropezó con D. Álvaro que salía a punto de su habitación. Su rostro, siempre pálido, lo estaba ahora tanto que daba miedo. En cuatro palabras Ramiro le había enterado de lo que ocurría.

Pepita, fiando siempre en su gracioso desenfado, rayano del cinismo. Joaquinita perseguía a uno de los antequeranos con incansable brío, con una firme voluntad de hacerle suyo, digna, en verdad, de admiración.

¿Qué hay? murmuré con voz desfallecida. Gloria está ya en su casa. Creí que me caía. Tardé algunos segundos en contestar. ¿Cómo? ¿En su casa? ¿Desde cuándo? En aquel instante, Joaquinita, ¡maldita sea su estampa!, se llegó a nosotros con sonrisa picante. Pero ¿qué tapujos traen ustedes? ¿Contra quién se conspira? Yo no pude reprimirme un gesto de impaciencia.

Entabló conversación conmigo, informándose con interés de cuándo había llegado, si me agradaba Sevilla, etc. Pepita nos dejó, y Joaquinita me invitó a sentarme a su lado en una mecedora, cerca de un naranjo enano que crecía en tiesto de madera pintada de verde. El patio no estaba bien alumbrado.

Cuando se fue, tornó a su espionaje; permaneció en la escalera larguísimo rato sin saber por qué hacía aquello. Escuchó el rumor confuso de la conversación de Dolores y su mujer. La doncella era charlatana; Joaquinita también tenía un temperamento expansivo: la plática se animaba cada vez más.

Sintiendo, más que viendo, que Gloria me observaba, fui a buscarlo; pero en la taberna se lo di a don Alejandro, diciéndole: Haga el favor de llevar este vaso a Joaquinita. Como diese luego algunas vueltas por delante de las damas, dirigí distraídamente la mirada a los pies de Pepita y observé que traía las botas rotas. Al instante lo advirtió: ¡Qué! ¿Se fija usted en mis botas rotas?

Por entre los árboles vi reunidos a Suárez y a Joaquinita, que nos miraban con sonrisa despechada y maligna. No hice caso; pero Gloria, que también acertó a divisarlos, se puso seria repentinamente y no tardó en bajarse. Volvimos a reunirnos al grupo mayor.

No era verdad que me constase positivamente. La noticia me la había dado Joaquinita; pero lo dije así por cierto instinto dramático que todos los hombres tenemos, aun los más líricos. Villa no respondió palabra ni pareció inmutarse. Siguió inmóvil, con la vista fija en la copa. Sólo observé que se había puesto más pálido.

Palabra del Dia

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