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Actualizado: 3 de julio de 2025


Procuré que su presencia no alterase poco ni mucho mis costumbres; esto es, pasaba mis ratos charlando con Joaquinita o con Villa, y al llegar las once menos cuarto me despedía. Su mirada, fija, luciente, me seguía hasta la puerta; pero no me importaba.

No me siento hoy muy bien. ¿Es que le ha dao calabasas la novia? Aquella pregunta, hecha sin duda alguna al sabor de la boca, me causó una extraña y profunda impresión. Debí de ponerme como una cereza, y sonreí forzadamente. Joaquinita soltó la carcajada. Vaya, he dao en el clavo sin saberlo.

Parecía como si una mano helada me arrancase suavemente las entrañas... Pero ya pasó todo... ¿Verdad que ya pasó?... Comenzaremos a amarnos de nuevo, como aquella tarde en que te estreché entre mis brazos por primera vez, en una calle de árboles de los jardines de Aranjuez... El mismo silencio por parte de Joaquinita. Contéstame... ¿Te he asustado, vida mía?

Al contrario, con cierta complacencia feroz decía entre dientes: «Ya sabes adonde voy. ¡Rabia, antipático; rabiaAlguna vez, cuando estaba charlando con Joaquinita en un rincón, sentía posarse sobre sus ojos pequeñuelos y malignos. Mas al levantar la cabeza hacia él los separaba inmediatamente. En estos días, la segundogénita de Anguita me dio una noticia que no dejó de causarme pena.

Tendría el presbítero unos treinta y cuatro o treinta y seis años de edad, de tez morena acentuada, ojos grandes y negros y manos velludas. Pregunté a Joaquinita quién era, y supe que se llamaba D. Alejandro y que desempeñaba un destino en la catedral.

Pero Isabel, con mayor aplomo, sonriendo plácidamente, respondió: Contra ti. ¡Puede! replicó la de Anguita, riendo para disimular su recelo. La pura verdad. será; porque yo nunca te he sido simpática dijo Joaquinita sin dejar de sonreír, pero con acento irritado. En efecto, lo que se llama simpática no me lo eres. Al decir esto sonreía con la misma dulzura.

Quise saber quién era, y me detuve un poco cerca del farol, ocultándome detrás del quicio de una puerta. Era Joaquinita, sin duda alguna. Esperé un poco y los seguí con la vista hasta que entraron en casa de Montesinos. Pero ¿usted la conoce bien? preguntó el P. Narciso. Lo mismo que a usted.

La mayor parte de los hombres permanecimos en pie, sirviéndoles los panalitos. La verdad es que todos estábamos necesitados de un rato de sombra verdadera, porque la del toldo de la falúa dejaba mucho que desear. Joaquinita, que, por lo visto, tenía ganas de mortificarme, me demandó un vaso de agua.

Yo estaba temiendo un conflicto. Pero no lo hubo. Aquella misma noche se mudó el catalán de la casa. Aunque no tan asiduamente como antes, continuaba asistiendo a la tertulia de las de Anguita, cuidando, por supuesto, de salir antes de las once. Joaquinita seguía persiguiéndome con sus cuartos de hora de conversación zalamera, empalagosa.

La saeta debía de ir envenenada, porque observé que Villa se inmutó un poco. Las palabras de Joaquinita fueron pronunciadas en un tonillo sarcástico que ocultaba gran irritación. Vaya, ya tenemos a la castañera picada. La dejo, no sea que me muerda. Después que se alejó, la plática recayó sobre él. Joaquinita, dominándose sincera o disimuladamente, me hizo grandes elogios de su carácter y corazón.

Palabra del Dia

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