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Joaquinita se extendió bastante a relatarme los pormenores de la pasión del comandante. Aunque envuelto en frases muy lisonjeras para éste, pude adivinar cierto rencor en su relato, y alguna fruición al compadecerse de su malandanza. Nos interrumpió la voz de una señorita pequeña, chatilla, regordeta, que colocada frente al piano cantaba el rondó final de Lucía. No hubo más remedio que escucharla.

La primera vez que volví a encontrarle, cuando íbamos a sentarnos a la mesa, me preguntó en tono frívolo y burlón: ¿Qué tal la monjita? ¿Qué monjita? pregunté a mi vez secamente, presto a irritarme. ¿Pues cuál ha de ser? Esa chatilla de los ojos negros que le trae a usted dislocado. ¿Que me trae a dislocado? repetí, poniéndome como una cereza.

La cara valía poco: chatilla y morenucha; lo demás, admirable, el pecho como de Venus victoriosa, las caderas con curvas de ánfora, las piernas como de Diana Cazadora; por mirarla desnudarse hubiera Orestes prescindido de su venganza.

Manolita, una chatilla de ojos negros y boca grande con dientes preciosos, preguntó a León qué hora era. Este, sacando el reloj, respondió que las diez y cuarto. El reloj del conde estaba parado: eran ya cerca de las doce. Esta equivocación hizo gozar vivamente a las niñas. Manolita, sobre todo, quería desvestirse de risa.