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Me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable con irreverencia y burla de las cosas más serias; pero no incumbe a un hijo respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir sus desahogos un tanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos, porque no acierto a calificarlos bien. En el fondo, mi padre es buen católico y esto me consuela.

Tampoco era buen guardador de los deberes religiosos; el cura le tenía encerrado muchas veces por hincarse sólo con una rodilla en misa o pellizcar a los compañeros; durante el rosario se entretenía en comer castañas y meter las cortezas en los bolsillos de los otros, o en prolongar la ese del ora pro nobis más de la cuenta, o en cualquier otra irreverencia que solía costarle cara.

Tanto valdría que un bárbaro escupiese al Apolo Délfico o que un judío cometiese irreverencia ante Jesús Sacramentado. Don Juan se arroja, o cree arrojarse, sobre el marido, y ofendiéndole de palabra, le sujeta, le zarandea y le sacude... Suena una bofetada.

¡Que no tenía vocación! exclamó Entrambasaguas con voz de trueno: eso es una irreverencia. El estudiante bajó los ojos aturdido ó indignado. Después miró como único consuelo á la devota, por ver si, como otras veces, salía á defenderle; pero la devota, que miraba también con atención contemplativa, pensaba en otra cosa que en defenderlo.

El que tiene ánimo para conservar los naipes hasta el fin, éste se salva. Y añadió el filósofo y jugador de una pieza, con alegre irreverencia: Estoy orgulloso de servir al Señor, y me obligo a morir en su ejército. Pasaron tres días, y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle, vio el cuarto a los desterrados repartirse las reducidas provisiones para el desayuno.

Has de saber que es ultrajar a Dios y a los santos creer que con palitroques pasados por los pies de una imagen se curan las enfermedades, y que el romero guisado al compás de un credo sirve para hacer buen quilo. ¡Error, necedad, irreverencia, sacrilegio!... No veo en esta casa más que escándalo y profanación añadió colérico, revolviendo sus ojos y mirando las estampas que llenaban las paredes . ¿Qué significan estos retratos de toreros confundidos con los santos más venerables? ¿Qué significan esas muletas y esos estoques, banderillas y puyas, colocadas en pabellón y como al modo de ofrenda al pie de la Santísima Virgen? ¿Y esa cabeza de toro que tiene pendiente de cada cuerno un Niño Jesús de alcorza?... Mujer escandalosa, hasta en los adornos de esta casa se conoce que reinan aquí la profanación, el escándalo y el vicio.

No había terminado aún esta pregunta, cuando una mirada colérica de la señorita Margarita me advertía que me hacía sospechoso de no qué irreverencia burlona. Aun cuando no me sintiese realmente culpable sino de una necia torpeza, me apresuré á dar á la conversación un giro más agradable.

Cuando yo era párroco de las Veguellinas, jilgueros y alondras y hasta pardales cantaban y silbaban en el coro y era una delicia oírlos». Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreverencia donde se podía admirar y amar una obra de Dios. Glocester, el maquiavélico Arcediano, «opinaba que el Obispo pero este era su secreto no estaba a la altura de su cargo».

Llamó al dormido, ya con más fuerza y aun con enojo, la hermosa indiana, y a poco se oyó un bostezo, luego pasos, y al fin apareció el incógnito, con los ojos cargados aún de sueño y con todas las muestras de que en lo mejor de él se le había interrumpido; y como doña Guiomar cuando le sintió que se acercaba se hubiese ido a un canapé o escaño que allí había, y se hubiese sentado, él tomó una silla baja que encontró al paso, y fue a sentarse junto a doña Guiomar, tocando su falda, y de tal manera que no parecía sino que hacía un siglo eran amantes, y con un desenfado tal, que aunque sin dar en la descortesía, parecía mostrar la confianza que él tenía en ser amado, si es que ya no lo era, y con toda el alma; mirábala él con codicia, aunque sin irreverencia, y ella le contemplaba asombrada por lo que en él veía, que harto claro se mostraba en sus ojos; y ni el uno ni el otro decían una palabra, y ella se turbaba más y más, y más y más se la encendía el enojado tal vez, y tal vez amoroso semblante, y él lo conocía y tal lo mostraba, que más y más ruborosa se mostraba ella, y más y más confusa.

Pido disculpa al señor ministro por la irreverencia, pero cúmpleme repetirlo: su aire era el de un boticario, acostumbrado a lidiar con potingues y menjurges, y así eran los emplastos de sus decretos y las cataplasmas de sus discursos; o si no, también, el de un sacristán, hecho a soliviar los cepillos de su iglesia, y así usaba las uñas largas; pero, ¿el de un ministro? nequaquam.