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Actualizado: 18 de junio de 2025
Vino a posarse de nuevo sobre el barandal del balcón. ¡Sí, estaba allí el Papagayo de Huichilobos, al alcance de nuestras manos, y no osábamos tocarlo! Contuvimos la respiración y no nos movimos durante largo espacio de tiempo, fascinados por el inesperado suceso. Con no sé qué supremo esfuerzo de la voluntad, el Padre Montero súbitamente procuró apresarlo.
Desde luego debemos ponernos en relación con Jacobo, á fin de que sepa que existe Lea Peralli y para juzgar con él, hablando larga y maduramente, sobre las consecuencias que trae consigo este hecho inesperado. ¿Pero van ustedes á ir á Numea? exclamó Vesín con mal contenido asombro. Vamos á ir á Numea, declaró fríamente Marenval.
Su serenidad ante la desgracia era también admirable. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla abandonado. Por todas partes bultos negros; en el aire grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas á la redonda. Otras veces era el frío: un inesperado descenso del termómetro cubría el suelo de cadáveres.
Su lenguaje era inesperado. ¿Qué decía aquel hombre? ¿Tenían realmente intención sus advertencias, o era que ella a sí misma se acusaba adaptando a la situación el sentido de cuanto hablaba el cura? Hubo un instante en que callaron ambos: él, por temor de ir más allá de lo prudente; ella, por no escuchar sin provocarlas cosas como las que acababa de oír.
La Princesa había estado hasta jovial y bromista, dando leves esperanzas a los Príncipes pretendientes de que al fin se decidiría por uno de ellos, porque los pretendientes se las prometen siempre felices. Nadie había sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan inesperado alivio en la Princesa.
Era una de las escampavías que había disparado un cañonazo. A este ruido inesperado, el desgraciado fraile dio un salto convulsivo, levantó instintivamente la cabeza por la borda, y, viendo las dos escampavías, la bajó rápidamente y se precipitó en el sollado haciendo repetidas veces la señal de la cruz.
Sacó de su bolsillo el reloj y lo deslizó prestamente en las manos del muchacho, quien, confuso por tan inesperado presente, permanecía aturdido y no sabía qué decir; en sus ojos azules y grandemente abiertos se leía a la vez su inquietud, su enternecimiento y también el temor de herir el amor propio de ese hombre extraño que acababa de darle tan reales pruebas del más profundo afecto: «Es un original pensaba Simón, pero tiene todo el aspecto de un hombre honrado... No hay que darle pena rechazando lo que de tan buena gana ofrece...»
Indudablemente, había adoptado una resolución, y persistía en ella, sin más esperanza que un suceso inesperado y milagroso, único que podía salvarle. Y si no llegaba este prodigio... entonces... Miró Robledo á todos lados, fijándose en la mesa y otros muebles de la biblioteca. ¡No poder adivinar dónde estaba guardado el revólver que era para su amigo el último remedio!...
Le escribió inmediatamente, dándole la fatal noticia; pero la carta no llegó a sus manos. Volvió a escribir y no recibió contestación. El autor de mis días había muerto también. Pereció en una escaramuza. Su cadáver fué arrastrado y paseado como trofeo de gloria, al son de músicas victoriosas, por una soldadesca ebria que celebraba un triunfo inesperado.
Al ver al doctor, salían las mujeres á las puertas de sus tugurios, sonriendo como en presencia de un acontecimiento inesperado, sintiendo de pronto el miedo á enfermedades que tenían olvidadas. ¡Chicas, es don Luis! se gritaban unas á otras. ¡Señor doctor, aquí! ¡Míreme usted este chico!... ¡Entre á ver á mi madre!
Palabra del Dia
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