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Actualizado: 5 de mayo de 2025


No me iré hasta dejar a José bajo tierra. ¡A que ! No, coronel; ni que me diera usted a todo Ruritania. ¡Terco! exclamó. Venga usted aquí. Me llevó a la puerta. La luna iluminaba el camino y vi a cosa de quinientas varas un grupo de hombres que se acercaban por el camino de Zenda. Eran siete u ocho, cuatro de ellos a caballo, y vi que llevaban al hombro palas y azadones.

Vi que la alegría iluminaba su rostro y yo tuve en ese momento como la sensación de una mano extraña que me oprimía el pecho; pero no me desconcerté, y recurriendo a todo mi orgullo, continué: Roberto, que me despreciarás cuando sepas lo que voy a decirte; pero es necesario que te lo diga, para que te convenzas de que no debes partir.

Raro era el disparo que no ocasionase alguna baja en la tropa. La luna iluminaba su rostro altivo y feroz surcado de arrugas. ¿Me conocéis? gritó sin dejar de hacer fuego . Soy don César Pardo, cristiano viejo y carlista de los pies a la cabeza. ¡Eres un ladrón! contestó un soldado. Oye, chiquito; te tiembla mucho el pulso y tus balas pasan muy lejos. ¡Allá va ésa!

Ni merienda ni sueño había para las Casas: sentía en sus carnes mismas los dientes de los molosos que los encomenderos tenían sin comer, para que con el apetito les buscasen mejor a los indios cimarrones: le parecía que era su mano la que chorreaba sangre, cuando sabía que, porque no pudo con la pala, le habían cortado a un indio la mano: creía que él era el culpable de toda la crueldad, porque no la remediaba; sintió como que se iluminaba y crecía, y como que eran sus hijos todos los indios americanos.

En las tardes calurosas de la Línea, le bastaba dar una orden para sacudir la embrutecida modorra de las cosas y los seres. «Que suba la música y que sirvan refrescos.» Y á los pocos minutos giraban las parejas á lo largo de la cubierta, sonreían las bocas, se iluminaba en los ojos un punto brillante de ilusión y de deseo. A sus espaldas sonaba el elogio.

Cuando quería dormir se extendía en aquella misma butaca, y apoyada en varios almohadones, lograba conciliar el sueño. Una lámpara muy lujosa, llevada de Madrid, iluminaba el gabinete, mientras Clotilde estaba desvelada, encendiéndose en su lugar, cuando quería dormir, una bujía puesta en el suelo y tapada con una manta colgada entre dos sillas.

Yo me decía: «¡Si esta lo entiende, las demás lo entenderán mejor!», y, mientras hablaba, mirábala para seguir en su semblante el trabajo de su lenta inteligencia. ¡Y si su semblante se iluminaba, me sentía satisfecho...! ¡Puesto que esta simplota se enteraba, las demás debían de haberse enterado también...!

Esta armonía, que acaso sea resultado del esfuerzo constante del espíritu sobre el cuerpo para modelarlo a su imagen, observábase igualmente en todos sus movimientos, en el modo de andar, de emitir la voz, de accionar; pero su última y suprema expresión se hallaba indudablemente en la sonrisa. ¡Qué sonrisa! Un rayo esplendente del sol que iluminaba y transfiguraba su rostro como una apoteosis.

Al bajar del automóvil vió una extensa llanura cubierta de hierba y formadas en ella dos compañías de soldados. Otros vehículos habían llegado antes. Del grupo de personas descendidas se despegó Freya, dejando atrás á las monjas y los agentes que la escoltaban. La luz del amanecer, azul y fría como los reflejos del acero, iluminaba las dos masas de hombres armados formando ancha calle.

No: yo no quiero responder a nadie. Acabas de herirme, de emponzoñarme el corazón. Hace veinticinco siglos que gozaba yo con el recuerdo de Sidarta, noble, generoso y enamorado. Su último casto beso, el de la noche en que se despidió de , estaba en lo íntimo de mi ser como luz celestial que le iluminaba. Todo mi encanto se destruye ahora. Yo no he vuelto a ver a Sidarta.

Palabra del Dia

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