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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Tengo le dijo no pocas cosas que confiarle y muchas más que preguntarle a las que quiero que en puridad me responda, sin reserva ni disimulo. Fray Miguel acudió a la cita a altas horas de la noche, entre completas y maitines. El Padre Ambrosio aguardaba en su celda. Sobre la mesa de nogal ardía una lámpara que iluminaba el rostro del Padre Ambrosio. Era el Padre más anciano que Fray Miguel.
Eran las tres de la mañana, la luna en menguante ya, iluminaba los techos de la ciudad dormida, la calle estaba solitaria, los faroles de gas, con su luz roja, titilaban, formando desde la esquina del club hasta el Retiro una senda que parecía alumbrada por candilejas.
A la izquierda la bandera de la Gendarmería, esa bandera hacia la que volaban sus primeros sueños y sus primeras aspiraciones y que él unía en sus recuerdos juveniles al retrato del soldado que iluminaba la humilde oficina con un reflejo de heroísmo. ¡Oh! vivir como el uno... Morir por la otra...
Toda la oposición de carácter que existía entre aquellos dos hombres se revelaba en la acción impulsiva que cada uno de ellos había tenido, obrando bajo la influencia del instinto. Aquella acción la iluminaba sobre la diferencia completa de sus dos individualidades.
Domináronle las emociones del juego, hasta el punto de hacerle olvidar algunas veces a la gran señora, que era para él lo más interesante del mundo. ¡Jugar con lo mejor de Sevilla! ¡Verse tratado como un igual por los señoritos, con la fraternidad que crean los préstamos de dinero y las emociones comunes!... Una noche se desprendió de golpe sobre la mesa verde una gran lámpara de globos eléctricos que iluminaba la pieza.
Después de la misa, el cura se volvió hacia los fieles y rezó por el muerto y por todos los sepultados en el Océano. Entonces los sollozos aumentaron. Luego, el cura se acercó al catafalco a rezar sus responsos y lo roció varias veces con agua bendita. Yo me encontraba amilanado. Al salir de la iglesia, el sol pálido iluminaba el atrio. Irizar y yo nos quedamos a la puerta.
«¡Soy un miserable, soy un miserable!» gritaba por dentro Quintanar mientras el tren volaba y Vetusta se quedaba allá lejos; tan lejos, que detrás de las lomas y de los árboles desnudos ya sólo se veía la torre de la catedral, como un gallardete negro destacándose en el fondo blanquecino de Corfín, envuelto por la niebla que el sol tibio iluminaba de soslayo.
La luna iluminaba los objetos como un sol de invierno. El silencio añadía al espectáculo un encanto dulce y solemne. Las ruinas de Pompeya no tienen la grandeza aplastante de esos monumentos romanos que inspiraron tan largas frases a madama de Staël. Son los restos de una ciudad de diez mil habitantes; los edificios privados y públicos tienen una fisonomía provinciana.
Pero todo había ya finido y la misma viuda acababa de desengañarle entonces. Ahora, en que la espesa venda le había ya caído de los ojos; ahora en que ya no corría peligro de extraviarse su natural perspicacia, una clarísima luz iluminaba la situación: «El hijo de Miguelina podía ser también su hijo.»
A la rojiza claridad del crepúsculo, se levantaba ante los ojos de Delaberge la sombra de los antiguos días, y las figuras de aquel lejanísimo pasado aparecían mas límpidas y con mayor relieve al destacarse sobre un cielo que iluminaba el sol poniente del recuerdo.
Palabra del Dia
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