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Actualizado: 18 de julio de 2025


Y de nuevo, oprimía contra él el brazo de la joven. Cuando llegaron al umbral de los salones iluminados a giorno por globos eléctricos revestidos de flores, Huberto la enlazó y la arrebató en vertiginosos giros, al son de una orquesta de zíngaros. En su vestido de tul que la envolvía como una nube, esfumando graciosamente sus formas finas y puras, María Teresa estaba interesantísima.

Seguida de Flog, su perro de pelo rojizo, vagaba al gusto de su fantasía por los senderos que serpenteaban entre los matorrales. De tiempo en tiempo, desatendía la Naturaleza para pensar en Huberto. Lo veía bajo la alameda, besándole las manos. ¡Era, pues, cierto! ¡La amaba! Nadie hasta entonces le había hablado así.

Generalmente, cuando nos reunimos él es el primero en llegar. ¡Ah, ! dijo con animación Juana de Blandieres, tengo muchos deseos de verlo, a ese Huberto Martholl de quien ustedes hablan tanto! ¿Cómo no conoce usted al hermoso Martholl? Estamos aquí desde hace dos días solamente, y hoy es la primera vez que salimos.

Y como se levantase dirigiéndose hacia la cama, Juan exclamó con un gesto de indiferencia: ¡Qué importa que yo duerma o que yo vele!... ¡Adiós, María Teresa!... Y la condujo hasta la puerta de la habitación. A la mañana siguiente Huberto fue a hacer su visita habitual.

Estas simples palabras fueron pronunciadas en una inflexión de voz tan suave, que llenaron de esperanza a Huberto. Se alejó bruscamente, no queriendo comprometer la dulzura de aquel adiós. María Teresa, apoyada contra uno de los pilares de piedra de la verja, siguió con la vista al joven que se alejaba. Largo tiempo lo vio sobre el camino desierto.

Pero no, Diana se equivocaba; Huberto, desde la noche que les fue presentado en el Casino, pareció conquistado; María Teresa recordaba que la había mirado con insistencia e invitado para todos los valses.

Lo primero que se presentó a su espíritu fue el pesar de haber perdido una fuerte suma de dinero en las carreras de Ascot, donde había visto desaparecer sus esperanzas con el caballo que las llevaba. Huberto no era jugador liberal; hombre de orden, adorador del dinero, detestaba el perder.

María Teresa pensaba tristemente: ¿Será solamente por estos dones exteriores por los que me ama? Y se preguntaba algo ansiosa: ¿Sentiría el mismo placer en estar conmigo si yo no estuviera tan bien vestida? No experimentaba gran satisfacción en ser rica, elegante, admirada. En el fondo de su corazón, habría preferido que Huberto le demostrase su cariño de otra manera.

Mi querida María Teresa, no se atormente usted le dijo Huberto, esto será nada seguramente, un poco de anemia, sin duda. Estoy trastornada de ver a mi padre en ese estado: jamás ha estado enfermo. ¿Usted ha visto qué mala cara tiene? Está preocupado; por eso tiene fiebre. ¡Dios mío, si Juan estuviera aquí! él sólo puede ocuparse útilmente de nuestros intereses, evitando toda molestia a mi padre.

La joven se sorprendió de que no se precipitase hacia ella, y al mismo tiempo comprendía que esta exigencia de su emoción, era incompatible con las reglas del trato social. ¡Qué extraña naturaleza se descubría! Ella misma había calmado el ardor de los sentimientos de Huberto, un mes antes, y ahora habría querido que manifestase su antiguo entusiasmo.

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