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Al sonar la campanilla que anunciaba el regreso de su madre, Huberto se apresuró a salir a su encuentro. Era una señora flaca, alta, fría y pálida. Vestida siempre de negro, aparecía imponente. ¡Y bien! madre, ¿está usted contenta? ¿le gusta a usted la joven? ¿ha sido bien recibida por sus padres?

Pensaba en los incidentes de la tarde, en su impaciencia, que no había podido disimular, de volver a ver a Huberto, y en el placer mezclado de angustia que había experimentado al encontrarlo siempre encantador, enamorado, amable, ¡pero tan frívolo!... Por turno se presentaron a su imaginación las caras amigas de las Blandieres, de Platel, de la señora d'Ornay.

Huberto comprendió que contrariaba a María Teresa no emitiendo opiniones más de acuerdo con las que ella acababa de manifestar; consideró, pues, prudente agregar: Es muy cierto que cuando uno está bien instalado en su casa, con libros, el tiempo pasa ligero; además, ustedes montarían a caballo, sin duda... No. Como Jaime y Bertrán se hallaban en Alemania, no teníamos a nadie que nos acompañase.

Es una injuria que hago a la Providencia no declarándome completamente satisfecha. Así, pues, se daba cuenta del vacío y futilidad de la existencia a que Huberto la llevaba, y amargas previsiones la acusaban cuando desaparecía la excitación pasajera de sus mejores distracciones. Decidiose, al fin, a confiar sus temores a su novio.

Dime, Martholl y se volvió hacia su amigo que se había sentado entre María Teresa y Diana, ¿Puede verse algo más hermoso, más encantador que este grupo de niñas? Se diría que están vestidas con pétalos de flores, tan delicados son los colores que llevan. Huberto se sonrió asintiendo, en tanto que su mirada contemplaba con manifiesta satisfacción el pequeño círculo.

Habitaba en su corazón aquella María Teresa de sus ensueños, y nada podría separarlos jamás, ni la ausencia, ni el espesor de los muros, ni la distancia de los caminos... ¡Pero iba a ver a la otra, la verdadera, a quien tenía que felicitar porque pronto sería la señora de Huberto Martholl!...

no quieres aparecer como aceptándolo muy ligeramente; pero eso es una táctica. ¡Oh, Diana! protestó María Teresa; ¿por qué no has de creer en lo que yo te digo? ¡Pero si no me dices nada! ¿Por qué he de decirte que amo a Huberto cuando todavía no es verdad? ¡Me gusta ese «todavía» desprovisto de artificios; es revelador!... Querida mía, querría que tomases una decisión.

No hay que reírse... hay huelgas... revoluciones... y muchas otras calamidades... No sería la primera vez que se viera derrumbarse una importante casa industrial. Las huelgas y las revoluciones parecieron a Huberto peligros bastante problemáticos, lo cual tranquilizó su espíritu.

¡Y bien! ¡pueden ustedes alabarse de haberse hecho desear! dijo aturdidamente Diana, después de la presentación de Huberto Martholl; hace una hora que suspiramos por turno: ¿Vendrán? ¿Les has avisado? ¡Con tal que no se hayan olvidado! Me gustaría ser esperada con tanta ansiedad.

En efecto respondió María Teresa, que por un exceso de delicadeza no quería acusar a Huberto, tuvo que ausentarse algunos días antes de la última crisis que sufrió papá. ¿Y no lo llamaste?