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Actualizado: 15 de junio de 2025
Ahora pienso en eso, y quiero vivir, quiero vivir para tí, ¡para amarte, para ser amada! Te dije que me olvidarías, que me olvidarás.... ¡No, Rodolfo, no me olvides! ¡No me olvidarás... porque no debes, no puedes olvidarme! ¡Tu amor ha sido la única felicidad de mi vida, y no puedo perderlo!... ¡Siquiera eso para esta pobre huérfana!
Tan pronto hacía una excursión a París, tan pronto a Londres, tan pronto a Berlín y Roma; todas rápidas, porque no quería dejar a su hermanita sola mucho tiempo. En los días que pasaba en el Sotillo solía subir alguna que otra tarde al Escorial y allí conoció a Elena. Elena era huérfana de un farmacéutico.
Quince días había vivido sola en poder de criados aquella pobre niña, huérfana y enferma, pues doña Anuncia no se decidió a emprender el viaje de las veinte horas hasta que se le pidió esta obra de caridad en nombre de su sobrina moribunda. Ana estaba ya enferma cuando la sobrecogió la catástrofe. Su enfermedad era melancólica; sentía tristezas que no se explicaba.
El señor Macey, que era ahora un débil anciano de ochenta, y seis años que nunca se le veía sino junto al fuego y tomando el sol en el umbral de su puerta, emitía el parecer de que, cuando un hombre había procedido como Silas con la huérfana, era una señal de que su dinero reaparecería o de que por lo menos el ladrón tendría que dar cuenta de él.
Desde el día en que el médico dijo que el comer bien era ya oportuno, ella, con lágrimas en los ojos, comió cuanto pudo. A no haber oído aquella conversación de las tías, la pobre huérfana no se hubiera atrevido a comer mucho, aunque tuviera apetito, por no aumentar el peso de aquella carga: ella. Pero ya sabía a qué atenerse. Querían engordarla como una vaca que ha de ir al mercado.
El asunto que con tal fuerza le solicitaba allí, era una huérfana bien acaudalada y no de mal ver, aunque algún tanto desquiciada de una cadera, y con la cual llegó a casarse un año después. Con los dos caudales juntos y sus excelentes instintos de traficante, emprendió negocios que le dieron un buen lucro y le apegaron más y más a la tierra de su mujer.
Urbási, nobilísima doncella, huérfana de padre y madre, es venerada por mí como una deidad y amada como el más tierno de los padres puede amar a la mejor de sus hijas en quien se mira como en un espejo y en quien contempla el limpio dechado de todas las excelencias y perfecciones.
La baronesa de Montauron, en cuya casa vamos a penetrar, siguiendo los pasos de su sobrino el marqués de Pierrepont, era una mujer de mucho talento y gracia suma, pero sin corazón: había hallado, sin embargo, modo de crearse sólida reputación de alma generosa, recogiendo cierta joven huérfana, lejana pariente de su marido, la cual huérfana le servía de lectriz, de enfermera y aun un poco de doncella.
La huérfana, al oír estas palabras sintió un frío en el alma. El momento en que eran dichas hacía que parecieran una gran verdad. Su único, legítimo y verdadero amigo no vendría. Ya no le quedaba más amparo que el de un advenedizo. Nada más que yo; pero es bastante continuó el joven con afectada voz. Siga usted el plan que yo le marque: no haga usted caso de ese viejo.
Señá Diega enseñar vicio ella. ¿Y por qué tienes contigo a esa gansirula, que no sirve para nada?». Contole el ciego que Pedra era huérfana; su padre fue empleado en el Matadero de cerdos, con perdón, y su madre cambiaba en la calle de la Ruda. Murieron los dos, con diferencia de días, por haber comido gato.
Palabra del Dia
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