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Actualizado: 18 de junio de 2025


Recordaba que cuando se despidió de ella ya tenía la salud bastante quebrantada y que el abrazo que le dio fue mucho más prolongado y estrecho y sus besos más vivos que otras veces, como si la infeliz tuviese el presentimiento de que no había de verle más. En sus ojos rasgados y húmedos se leía un ruego ferviente y silencioso: que dejase la carrera y no se apartase de ella.

El sueño está virgen aún: sus montañas repletas de oro, sus valles húmedos de savia vigorosa, las faldas de sus cerros ostentan al pie el plátano y el cocotero, el rubio maíz en sus declives y el robusto café en las cumbres. ¡Gente de paz!

Una mañana.... Olvidaba decir que en la casa había una gran pieza interior que daba a un patio o corralón muy espacioso, de donde recibía el sol casi todo el día. En dicha pieza tendía Doña Paz la ropa lavada en casa. De muro a muro todo era cuerdas, y cuando estaban llenas de ropa, aquello parecía un bosque de trapos húmedos.

Solamente cuando cruzábamos el bosque y la luz de los faroles del carruaje, al reflejarse sobre los troncos húmedos de los árboles, enviaba cierta claridad al interior, pude distinguirla acurrucada, hundida, en el rincón opuesto al mío; se habría dicho que trataba de romper el obstáculo para tirarse a la carretera. ¡Dios mío! ¡Pobre criatura!

Doña Luisa la observaba en la iglesia con celoso despecho. Tenía los ojos húmedos, lo mismo que ella; oraba con fervor, lo mismo que ella... pero no era seguramente por su hermano. Julio había pasado á segundo término en sus recuerdos. Otro hombre en peligro llenaba su pensamiento. El último de los Lacour ya no era simple soldado ni estaba en París.

Y bien sabe Dios que Marenval, con su cara de beatitud, sus mejillas rosadas encuadradas de patillas grises y sus ojos bonachones húmedos de alegría, no tenía el menor aspecto de bandido ni de héroe, sino de un ricacho viajando para divertirse.

El aire era musical, como si en sus ondas vibrasen las cuerdas de invisibles arpas. Esta era para Freya la verdadera Grecia imaginada por los poetas, no las islas de rocas quemadas y desnudas de vegetación que había visto en sus excursiones por el archipiélago helénico. ¡Vivir aquí el resto de mi vida! murmuró con los ojos húmedos . ¡Morir aquí, olvidada, sola, feliz!...

Si supieras la gracia de aquel talle de divina y esbelta elegancia, el atractivo de aquellos labios húmedos y rojos y la potencia de aquellos ojos, tan pronto chispeantes de luz como tenebrosos y obscuros, bajo el misterio de las largas pestañas... ¡Qué seducción hasta en sus caprichos, pues los tiene!

Tengan cuidado nos advirtió, porque los escalones son algo escabrosos y difíciles en ciertas partes, y sosteniendo la linterna en alto, desapareció pronto de la vista, dejándonos detrás para que lo siguiéramos por esos toscos escalones hechos en la piedra viva y luego en la sólida roca, escalones húmedos y pegajosos donde el agua se filtraba y caía en sonoras gotas.

Era Ojeda. ¿Está usted oyendo misa?... No, Fernando. Pensaba en los caprichos de la suerte histórica; en cómo la casualidad puede llevar a las gentes por los caminos más diversos... Mire usted con qué devoción siguen esas damas el curso de la misa. Algunas hasta tienen húmedos los ojos.

Palabra del Dia

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