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Actualizado: 18 de junio de 2025


El Magistral miraba al médico con gran curiosidad y algo de asombro. «¿Cómo aquel hombre de tan escasas luces discurría así en tal materia? ¿Sabía Somoza que era él y nadie más el cura oculto, el jefe espiritual de aquella casa? Si lo sabía ¿cómo le hablaba así? ¿También los tontos tenían el arte de disimular?». Entró Carraspique en el salón. Traía los ojos húmedos de recientes lágrimas.

Parecía confundida por los cuidados que le prodigaban; hablaba, con los ojos húmedos, de los seres queridos que iba a volver a ver, si Dios lo permitía... A la caída de una tarde serena se abrió ante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la Gironde, rodeado de encantos por las sensaciones de la llegada.

Los rubios o negros cabellos en grato desorden, se desparramaban por el espacio o bien caían en adorables bucles por la espalda; los ojos brillaban como luceros en aquellos rostros celestiales; los labios rojos y húmedos se entreabrían para dejar ver el aljófar inmaculado de sus dientes. Y basta, porque no concluiríamos nunca.

Todo quería abarcarlo, cielo y tierra, presente y pasado, buscando con perseverante tenacidad las causas de las cosas, o el origen de las ideas, lo mismo en los tomos amarillentos y apergaminados de los siglos muertos, que en los volúmenes modernos, húmedos todavía, con su olor a tinta de imprenta y sus cubiertas de colores.

No; usted vendría conmigo... Con usted mejor. Le miró un momento, y luego sus ojos volvieron hacia el mar. Estaban húmedos, como si esta contemplación agolpase las lágrimas en sus córneas. Brillaban con una luz nacarada semejante a la de la luna. De pronto, sus labios empezaron a murmurar algo como un rezo.

No; en los tuyos no será porque no me quieres como yo te quiero.... Ya lo verás. Ya lo veremos. El amor y la dicha de ser amada embellecían a la joven. Nunca más hermosa. Su pálido rostro tomó suaves tintas de rosa; sus labios, antes descoloridos, se encendieron, y sus negros y brillantes ojos fulguraban, húmedos y alegres. Ella, siempre tan modesta y enemiga de galas, se tornó presumidilla.

Los poetas de raza mueren. Los poetas segundones, los tenientes y alféreces; de la poesía, los poetas falsificados, siguen su camino por el mundo besando en venganza cuantos labios se les ofrecen, con los suyos, rojos y húmedos en lo que se ve, ¡pero en lo que no se ve tintos de veneno! Vamos, Lucía, me estás poniendo hoy muy hablador. ves, no lo puedo evitar.

Se mostró ante los ojos húmedos de Timoteo, no con la apariencia desagradable que hasta entonces se había visto precisada a adoptar, sino como lo que era en realidad, un tesoro de indulgencia y generosidad. Media hora de conversación íntima bastó para que Timoteo se viese tratado con la confianza y cariño de un hijo mimado.

El otro era un guapo chico, rubio, sonrosado, de barba rala e incipiente, ojos azules y húmedos, los labios siempre plegados con sonrisa tierna y humilde, los ademanes respetuosos sin ser encogidos. Había nacido en Cuba de una familia opulenta, que después se arruinó en el juego de Bolsa al establecerse en España.

Todo lo que había pasado era un sueño, pero, a su parecer, ni el grito ni los labios tibios y húmedos que sintió posarse en su frente eran imaginarios: no podía convencerse de eso. ¿Qué era aquello? ¿Qué había pasado? Estuvo algunos instantes contemplando a Martita mientras coordinaba torpemente las ideas. Al fin, se decidió a dirigirle la palabra.

Palabra del Dia

rigoleto

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