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Actualizado: 21 de junio de 2025


El valiente era él, que vivía entre ellos, pasando ante sus cuernos en la soledad, sin otra defensa que su brazo, y sin aplauso alguno. Al salir Gallardo del corral, otro hombre se unió al grupo, saludando con gran respeto al maestro. Era un viejo encargado de la limpieza de la plaza. Llevaba muchos años en este empleo y había conocido a todos los toreros famosos de su tiempo.

Acudían a bandadas los mendigos, como si se celebrase una boda, formando en doble fila a las puertas del templo. Las comadres del barrio, despeluznadas y con niños al brazo, agrupábanse, esperando con impaciencia la llegada de Gallardo y su familia.

A la puerta de un café, el Nacional contemplaba con toda su familia el paso de la cofradía. «¡Superstisión y atraso!...» Pero él seguía la costumbre, viniendo todos los años a presenciar la invasión de la calle de las Sierpes por los ruidosos «macarenos». Inmediatamente reconoció a Gallardo, por su esbelta estatura y el garbo torero con que llevaba la vestimenta inquisitorial.

El toro, cada vez más furioso por el engaño, acometía al lidiador, y éste repetía los pases de muleta, moviéndose en un limitado espacio de terreno, enardecido por la proximidad del peligro y las exclamaciones admirativas de la muchedumbre, que parecían embriagarle. Gallardo sentía junto a él los bufidos de la fiera; llegaban a su diestra y a su rostro los hálitos húmedos de su baba.

El título fué uno de los puntos en que mejor se mostró el gallardo ingenio e invención de don Rosendo. Intitulólo El Faro de Sarrió, nombre altamente expresivo y sonoro, y de alcance singular, por cuanto no otra cosa se proponía su fundador que esclarecer a su pueblo y darle esplendor. Secretamente encargó a Madrid un grabado para la cabeza del periódico.

¿Le gusta a usted la música? preguntó la dama. ¡Oh, mucho!... Gallardo nunca se había hecho esta pregunta hasta entonces, pero indudablemente le gustaba. Doña Sol pasó lentamente del ritmo vivo de los cantos populares a otra música más lenta, más solemne, que el espada, en su sabiduría filarmónica, reconoció como «música de iglesia». Ya no lanzaba exclamaciones de entusiasmo.

Gallardo, siempre pálido y risueño, saludaba, repitiendo «muchas grasias», conmovido por el contagio del entusiasmo popular y orgulloso de su valer, que unía su nombre al de la patria. Una manga de «golfos» y greñudas chicuelas siguió al coche a todo correr de sus piernas, como si al final de la loca carrera les esperase algo extraordinario.

Gallardo, luego de poner un duro en su seca mano, pugnaba por huir de esta charla, que comenzaba a temblar con estremecimientos de llanto. ¡Maldita bruja! ¡Venir a recordarle en día de corrida al pobre Lechuguero, camarada de los primeros años, al que había visto morir casi instantáneamente de una cornada en el corazón en la plaza de Lebrija, cuando los dos toreaban como novilleros! ¡Vieja de peor sombra!... La empujó, y ella, pasando del enternecimiento a la alegría con una inconsciencia de pájaro, prorrumpió en requiebros entusiastas a los mozos valientes, a los buenos toreros que se llevan el dinero de los públicos y el corazón de las hembras.

¿Qué Juan ha de ser?... ¡Como si hubiese muchos Juanes!... Juan Gallardo. ¡Pero hombre! le decían algunos . ¡Ni que os acostaseis juntos!... ¿Eres , acaso, el que va a casarse con él? Porque no querrá contestaba rotundamente don José, con un fervor de idólatra.

Junto a doña Sol mostrábase el marqués con dos de sus hijas. Anduvo Gallardo junto a la barrera con la espada y la muleta en una mano, seguido por las miradas de la muchedumbre, y al llegar frente al palco se cuadró, quitándose la montera. Iba a brindar su toro a la sobrina del marqués de Moraima.

Palabra del Dia

rigoleto

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