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Luego, al reanudarse los juegos en la terraza del fumadero, la alemana lo encontró a corta distancia; pero fingía no verla, apartando los ojos cada vez que los suyos iban hacia él. «¡Dios mío! ¡y era posible que sus amores terminasen así!...» Hubo de hacer esfuerzos para no llorar... ¡Y todo por las negativas de ella, por la terquedad infantil de él, que ansiaba su posesión como si pidiese un juguete!...

Parecen arrepentidos de haberme tratado hasta hace poco como un insignificante... Van a darme una fiesta en el fumadero: una fiesta íntima... en mi honor. Era una despedida de los pasajeros alegres a los amigos que se quedaban en Río Janeiro; pero por el éxito reciente de Maltrana, la dedicaban también a su persona.

Luego se dirigían hacia la popa discretamente en busca de las tertulias que empezaban a juntarse en el fumadero, como hombres que sorprenden una reunión de familia y no quieren molestarla con su presencia.

Y un inglés pequeñito continuó Maltrana , que usted habrá visto con su traje a cuadros y su pipa, derramaba lágrimas en la copa, repitiendo con una incoherencia obstinada de beodo: «Yo he entrado en el buque con el corazón puro, y puro quiero sacarlo de él...». El mayordomo entraba a cada rato para decirnos que eran las dos, que eran las tres, que eran las cuatro, y había que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía.

Y reanudó el poético murmullo, mirando la inquieta llanura de plata, sintiendo en un hombro la suave pesadez de Mina, que parecía ansiosa de un apoyo. La cubierta estaba solitaria. Todos los pasajeros permanecían en el salón de fiestas o en el fumadero. De tarde en tarde, risas, gritos y correteos en las puertas y escaleras.

Ojeda la vio venir hacia él pasando ante el grupo que formaban el barón y sus amigos en la terraza del fumadero. Todos la consideraron con indiferencia, y ni siquiera volvieron los ojos para seguirla mientras se alejaba. La atención era para el héroe, que, con el carrillo hinchado, relataba por cuarta vez cierto desafío terrible en el que casi había matado a su rival.

Los hombres graves eran buscados por el mayordomo, que a fuerza de invitaciones y ruegos conseguía meterlos en el fumadero. Se iba a formar allí por aclamación el comité organizador de las fiestas con que se celebraría el paso de la línea equinoccial. Terminó el concierto, retirándose los músicos con atriles e instrumentos, y entonces fue cuando Maltrana hizo su aparición.

Apenas nos quedamos solos... batalla. Unos increparon a otros por haber sido demasiado audaces, haciéndolos responsables del susto y los aleteos de las dos palomas inocentes. De pronto, un puñetazo... y el fumadero fue la venta del Don Quijote. Todos sentían la necesidad de pegar sin saber a quién: dos hermanos se aporrearon sin conocerse; los bocks y las copas iban por el aire.

Balbuceó, como si al darse cuenta de su turbación sintiese cierta vergüenza. Daba excusas por su aspecto sencillo, cuando todas las mujeres del buque habían sacado aquella noche sus mejores trajes. Ella no había de bailar, y tampoco gustaba de permanecer sola en el salón mientras su marido jugaba en el fumadero.

En algún rincón oculto debía estar el fumadero. ¡Un hombre como ! continuó ella . ¡Un navegante!... ¡Y yo que me había hecho la ilusión de que fumaríamos juntos! Hasta dió á entender que la esperanza de proporcionarle este goce perseguido era la causa principal de su invitación.