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¡No los he visto!... Yo suelo visitar a nuestras relaciones y las conoces, Lorenzo, sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un «poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros, sobre el costo del sombrero de fulanita; ¡pero, hombre! sin ir más lejos: la otra noche fui a lo de Méndez, ¿sabes? a lo de misia Edelmira, porque era día de recibir.

La tarde en que se enfada porque ella no le hace caso, la sigue de cerca en el paseo, entre varios amigos, soltando palabras groseras y carcajadas estúpidas, y llegando a veces a tirarle por las trenzas del pelo, hasta que con esta y otras sandeces consigue hacerla llorar. La conducta de Fulanita suele ser análoga.

En cuanto advertían que un muchacho se acercaba a cualquier muchacha más que a las otras, ya estaban nuestras señoritas preparando los hilos para unirlos con lazo indisoluble; ya no consentían que nadie se sentase en la silla que estaba al lado de Fulanita para que cuando Menganito viniese la hallase aparejada y no tuviese más que sentarse.

Fulanita está siempre a mucha mayor altura por lo que respecta a la vida del corazón, y en su interior desprecia profundamente a Fulanito, que no sabe divagar un poco sobre la simpatía y el amor, ni es capaz de besar un abanico que cae de la mano, ni tiene pizca de bigote.

Se dice, por ejemplo, entre ellos, que Fulanito es novio de Fulanita, sin saber por qué, y Fulanito, por ese mero hecho, sin que le importe gran cosa de Fulanita, va a esperarla con otros amigos a la salida del colegio, y la sigue hasta su casa, molestando mucho a la doncella que la conduce; en las giraldillas que se forman en las romerías la saca a bailar con más frecuencia que a las otras; cuando es un poco atrevido le suele ofrecer dulces en cucurucho de papel dorado, y pasa por delante de su casa varias veces el día que se pone traje o sombrero nuevo; procura, cuando la sigue, hablar alto y con desenfado, para que ella le oiga y se regale con su buen decir, y se traba a mojicones por la cosa más insignificante, para lucir en presencia suya el arrojo y coraje que no tiene en ausencia; gasta los cuartos que posee en pomadas o aceites de olor, y se presenta en la misa a que ella asiste con la cabeza lamida y reluciente como un gato cuando sale del agua.

Poco a poco los muchachos se habían ido acercando a las muchachas, y sin respetar lo sagrado del recinto ni hacer caso de las cruces severas colgadas de los muros, comenzaban a decirse cositas más o menos picarescas al oído: ¿Cuándo sigue usted el ejemplo, Fulanita? La verdad es que si todas ustedes hiciesen lo mismo, ¡qué sería de nosotros! Pues no dejaría usted de estar linda con el hábito.

Y escápense más adelante a casa de la mamá de Fulanita para celebrar conferencias largas, íntimas, trascendentales, y procuren enseguida tropezarse con el papá de Menganito y desplieguen todas sus dotes diplomáticas para explorarle el corazón. Y por premio de estos sudores recibían, al cabo, un cartuchito de dulces el día de la boda.

Por eso, generalmente, cuando a Fulanita le agregan una cuarta más de tela al vestido, no vuelve a mirar ni por casualidad a Fulanito, el cual lo encuentra naturalísimo y no se desmejora por ello ni se suicida. Tales eran las relaciones, con muy leves variantes, que sostenía nuestra Marta con Manolito López.

Y vengan a Fulanita elogios desmesurados de Menganito, y vayan a Menganito relaciones minuciosas de los primores que Fulanita ejecuta con la aguja y lo económica y hacendosa que es y lo piadosa y lo limpia.

La Marquesa sabía que en su casa se enamoraban los jóvenes un poco a lo vivo. A veces, mientras leía, notaba que alguien abría la puerta con gran cuidado, sin ruido, por no distraerla; levantaba los ojos; faltaba Fulanito: bueno. Volvía a notar lo mismo, volvía a mirar, faltaba Fulanita, bueno ¿y qué? Seguía leyendo.