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Ruégote, pues, encarecidamente, ¡oh Monarca poderoso! que castigues con el fuego estas odiosas asociaciones, madres de verdaderos monstruos, y que no nombraré por no ofender á sus autores.

En la situación en que le presentamos á nuestros lectores, mientras extendía hacia el fuego sus manos y sus piernas, miraba con una gran impaciencia al padre Aliaga que, siempre inalterable, desdoblaba la carta de la reina. Acercáos, acercáos y oíd, porque esta carta debe leerse en voz muy baja, no sea que las paredes tengan oídos.

Vergüenza tuvo Morsamor de quedarse atrás, pero temía que, si Urbási seguía andando, prendiese el fuego en su larga y flotante vestidura, cuya fimbria tocaba y se extendía sobre el pavimento.

La picante andaluza, la valenciana de mirada de fuego y frente enhiesta, la locuaz y casi rubia bilbaína, la gentil madrileña medio afrancesada; todas seducen y forman un conjunto admirable de fisonomías generalmente simpáticas reuniendo la gracia expresiva á la hermosura. Todas sonrien, saludan, hablan con llaneza delicada y prohiben al extranjero la eleccion.

Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa , y le permitía ver que Silas no estaba allí. Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó.

Martín cargó la pistola, vió un caballo y un ginete que se acercaban al coche, hizo fuego y el caballo cayó pesadamente al suelo. Los perseguidores dispararon sobre el coche que fué atravesado por las balas.

Dirás pues: El cuchillo, el cuchillo está desenvainado para degollar; acicalado para consumir con resplandor. 30 ¿Lo volveré a su vaina? En el lugar donde te criaste, en la tierra donde has vivido, te tengo que juzgar. 31 Y derramaré sobre ti mi ira; el fuego de mi enojo haré soplar sobre ti, y te entregaré en mano de hombres temerarios, artífices de destrucción.

Amor parecía que volaba en los aires y lo llenaba todo; amor decían las vihuelas; de amor, escuchando en sus oscuros miradores palpitaba, sin saber por quién, y toda en imaginaciones sin sujeto, doña Guiomar, y amor iba emponzoñando en su dulce veneno el corazón del familiar, que veía delante de sus ojos, aunque allí no estaba, las doradas hebras de los sedosos cabellos de la viuda, y su frente de alabastro, y sus labios, que a una entreabierta granada se asemejaban, y sus ojos, con los que el claro azul del cielo de la alborada no pudiera competir; y batallaba el mísero con aquel amor que tan de súbito se le había metido en el alma, como si hubiera sido tentación de Satanás, y no fuego celeste, que del infierno venía, y había tomado por bellas ventanas por donde asomarse y dejarse ver en la tierra los divinos ojos de la indiana.

Surcaban aquella luz ciertas líneas o vetas brillantísimas que parecían de oro o de fuego, las cuales tan pronto se encendían como se apagaban y que cambiaban de lugar corriéndose de un lado para otro. De pronto exclamó el Capitán: ¡Costa allí! ¿Detrás de aquel fuego? preguntó Cornelio. No es un fuego; es una espléndida fosforescencia marina.

Veía al héroe, al paladín, levantarse lentamente del sofá, con sus ojos de árabe fijos en ella; sentía sus pasos cautelosos; percibía sus manos al posarse sobre sus hombros; luego, un beso de fuego en la nuca, una marca de pasión que la sellaba para siempre, haciéndola su sierva... Pero terminó la romanza sin que nada ocurriese, sin que sintiera en su dorso otra impresión que sus propios estremecimientos de miedoso deseo.